¿Por qué un Papa debería ocuparse del cambio climático y la biodiversidad, los plásticos y la Amazonía? ¿No debería un Papa hablarnos sólo de Dios y dejar estos asuntos a los expertos? Basta con echar un vistazo a las redes sociales para descubrir lo extendida que está esta objeción, a veces expresada de forma tosca y a veces de forma más sutil y astuta. Es curioso que un Papa como Francisco —que se levanta cada mañana cuando aún está oscuro para rezar, como un monje, y lo primero que siempre te pide que hagas es rezar por él— esté representado por algunos de sus detractores como un Papa secularista, poco dedicado a su verdadero menester, como hombre de Dios, para perseguir temas profanos. Ya se trate de mala fe, ignorancia o preocupación sincera, la pregunta inicial sigue siendo la misma. Nunca un papa había dedicado una encíclica entera a la salvaguardia de la creación, nunca se había convocado un sínodo mundial de obispos sobre la Amazonía. ¿Qué relevancia tienen estos temas para la confirmación y el testimonio de la fe católica en la que consiste la misión del sucesor del apóstol Pedro? A fina- les del siglo XIX, otro papa, León XIII, publicó la Rerum novarum, una encíclica sobre la «cuestión de la clase obrera». Ningún pontífice antes que él había dedicado un solemne documento magisterial a este tema, no religioso sino socioeconómico. Era el año 1891, casi medio siglo después de la publicación del Manifiesto de Marx y Engels. La segunda revolución industrial estaba cambiando el rostro de Europa: el mundo campesino marcado por los ritmos de la naturaleza y el tañido del campanario comenzaba a romperse, nacía la fábrica, el trabajo obrero, un movimiento socialista ateo y anticlerical, las ciudades estaban repletas de recién llega- dos arrancados del campo, nuevas oportunidades y nuevas injusticias espantosas. George Bernanos escribió: «La famosa encíclica de León XIII, vosotros la leéis tranquilamente, de reojo, como cualquier pastoral de cuaresma. En su tiempo, pequeño mío, nos pareció que sentíamos temblar la tierra bajo nuestros pies». Tal vez a algunos católicos de la época les resulte extraño leer en una encíclica —o más bien en un acto solemne de magisterio— un razonamiento competente y sincero sobre la necesidad de establecer un salario mínimo, un límite máximo de horas de trabajo y unas condiciones más dignas para el empleo de los niños. Todas estas cosas nos parecen obvias hoy (o casi) pero en 1891 un maestro podía legal- mente tener niños de 10 años de edad trabajando en su fábrica. León XIII no fue ciertamente un revolucionario, sino que simplemente le pidió al esta- do que interviniera para asegurar un umbral mínimo de derechos para los trabajadores, lo que le valió la acusación de «papa socialista». No sólo de periódicos de derecha como La Riforma de Francesco Crispi, sino también del Corriere della Sera, que veía en las cautelosas peticiones del Papa una peligrosa violación de los sagrados principios del laissez-faire económico: «vemos la inutilidad, los peligros o el daño de la abrumadora injerencia del Estado, especialmente en la determinación de la jornada laboral». Imagínenese. Tendremos que esperar más de veinte años, después de la Rerum novarum, a una ley que fije en ocho horas el límite máximo de una jornada laboral.
Pero, ¿por qué un Papa debía ocuparse de salarios y horarios de trabajo? ¿No debería León XIII habernos hablado solamente de cosas altamente espirituales, dejando la cuestión obrera —de conditione opificum— a la única competencia de emprendedores, economistas y sindicalistas? Si la Iglesia no hubiera hablado, hoy estaríamos aquí para señalar con el dedo los silencios de la Iglesia frente a ese fenómeno social sin precedentes y cho- cante que el Papa Pecci describió con palabras valientes y veraces: «un número muy pequeño de extranjeros ha impuesto a la multitud infinita de proletarios un yugo poco menos que servil». Si la Iglesia no hubiera hablado, las sociedades de ayuda mutua, las cooperativas, los bancos rurales no habrían surgido en Italia y en todo el mundo, que no son la panacea, pero que en muchas partes del país han permitido una mejora real de las condiciones de vida de los trabajadores y de sus familias. ¿Alguien se convirtió a la fe en Cristo, el único Salvador, gracias a las palabras de ese anciano Papa? No lo sabemos. La conversión es un misterio, un don que normalmente se comunica a través de encuentros personales y no a través de actos de magisterio. Pero ciertamente las palabras del Papa y lo que siguió fueron también un testimonio: de la humanidad del cristianismo, de un Dios que en Jesús se mueve hacia la compasión de los hombres, especialmente de los más pobres.
Hoy en día, la salvaguardia de la creación puede parecer una cuestión mucho menos dramática y más «de salón» que la cuestión de la clase obrera en el siglo XIX. Sin embargo, los efectos de la devastación ambiental y el cambio climático ya están per- turbando la vida de millones de personas en el planeta y, sin duda, las peores consecuencias —si no se hace nada para evitarlo— recaerán sobre nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. Se estima que para el año 2050 los migrantes climáticos —poblaciones obligadas a abandonar sus territorios debido al cambio climático— serán 200 millones: se podrán cerrar todos los puertos del mundo, pero será difícil controlar los movimientos y considerarse seguros en casa. Pero incluso independientemente del efecto invernadero, la contaminación ambiental está alcanzando cotas inquietantes: un estudio de la Universidad de Victoria (Canadá) estima que cada ser humano ingiere de 39.000 a 52.000 partículas plásticas (microplásticos) al año, y ciertamente no es bueno para nuestra salud. Sí, lo sabemos, hay una parte (minoritaria en realidad) de los científicos que no creen en las teorías más catastróficas. Una parte de la opinión pública, generalmente en un estado de ánimo político conservador, lo persigue y se burla, tan pronto como llega un día de heladas, de aquellos que persiguen las tesis del calentamiento global. Es correcto tener en cuenta las diferencias, evitar el fundamentalismo verde, pero ya no es posible cerrar los ojos ante la realidad. El Papa Francisco escribe en Laudato si’: «Sobre muchas cuestiones concretas la Iglesia no tiene por qué proponer una palabra definitiva y entiende que debe escuchar y promover el debate honesto entre los científicos, respetando la diversidad de opiniones. Pero basta mirar la realidad con sinceridad para ver que hay un gran deterioro de nuestra casa común. […] Nunca hemos maltratado y lastimado nuestra casa común como en los últimos dos siglos». ¿Alguien tiene alguna duda?
Por supuesto, puede tener cierto efecto leer en un texto oficial del Magisterio referencias al uso nocivo de los aparatos de aire acondicionado. Es casi como si hablar así de concreto fuera a ser considerado una disminución de la santidad de la figura del Vicario de Cristo, una trivialización de su mensaje, y no la virtud de hablar con claridad. Juan Pablo II no se avergonzó de entrar en detalles sobre las causas humanas de los nuevos y preocupantes fenómenos climáticos: «La disminución gradual de la capa de ozono y el consecuente “efecto invernadero” han alcanzado ya dimensiones críticas debido a la creciente difusión de las industrias, de las grandes concentraciones urbanas y del consumo energético. Los residuos industriales, los gases producidos por la combustión de carburantes fósiles, la deforestación incontrolada, el uso de algunos tipos de herbicidas, de refrigerantes y propulsores; todo esto, como es bien sabido, deteriora la atmósfera y el medio ambiente. De ello se han seguido múltiples cambios metereológicos y atmosféricos cuyos efectos van desde los daños a la salud hasta el posible sumergimiento futuro de las tierras bajas» (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 1990). Y también significará algo si Benedicto XVI en uno de sus discursos más personales y meditados —en la sala del parlamento federal alemán— elogió sorprendentemente a los Verdes, un movimiento muy alejado de su visión de la Iglesia sobre otras cuestiones morales, como el aborto: «La aparición del movimiento ecologista en la política ale- mana a partir de los años setenta, aunque quizás no haya abierto las ventanas, ha sido y es sin embargo un grito que anhela aire fresco, un grito que no se puede ignorar ni rechazar porque se perciba en él demasiada irracionalidad. Gente joven se dio cuenta que en nuestras relaciones con la naturaleza existía algo que no funcionaba; que la materia no es solamente un material para nuestro uso, sino que la tierra tiene en sí misma su dignidad y nosotros debemos seguir sus indicaciones» (Berlín, 22 de septiembre de 2011).
En estos temas los últimos papas no sólo han valorado los pensamientos de los demás. Han aportado una contribución original, dictada por la sensibilidad católica y apreciada por las mentes más libres del movimiento ecologista, incluso de la cultura secular y agnóstica. Han añadido la categoría de ecología humana y ecología integral. No sólo hay que respetar y salvaguardar la naturaleza de la creación, sino que también hay que reconocer y salvaguardar la naturaleza del hombre. El orden de la creación se refiere a un orden de la naturaleza humana, con sus necesidades primordiales y sus heridas originales, a su vez me refiero a un misterio mayor, el de Quien quiso y amó este orden. Francisco en particular desarrolló el dato de las repercusiones sociales de los trastornos ambientales: siempre son los más pobres los que pagan las consecuencias de una naturaleza violada, el caso de las migraciones climáticas y los pueblos de una Amazonía saqueada por las multinacionales, en- seña dramáticamente.
La cuestión medioambiental y la cuestión de la clase obrera de finales del siglo XIX. Si la Iglesia guardara silencio, un día podría ser llamada a rendir cuentas de sus silencios, no ante el tribunal de los me- dios de comunicación, si- no ante el de su conciencia. «Los cristianos —escribió Juan Pablo II— advierten que sus tareas dentro de la creación, sus deberes hacia la naturaleza y hacia el Creador son parte de su fe». Una vez más, se trata de no dejar que la sociedad carezca de la voz de la Iglesia por lo que es: una voz humilde, política- mente indefensa pero objetivamente libre de intereses y esquemas ideológicos, por lo tanto más libre y creíble.
Y junto con la voz su contribución activa, porque a diferencia de la vieja cuestión obrera, la lucha por la salvación del planeta requiere no sólo una acción política colectiva (desafortunadamente hoy muy deficiente) sino también una revolución en los estilos de vida individuales. Desde la elección de los alimentos hasta el consumo de agua, desde la responsabilidad de evitar los residuos hasta el tratamiento de los mismos. Una revolución individual que exige una educación convincente, atractiva y carente de retórica.
Pero, vuelve la objeción inicial, ¿puede reducirse la conversión a la que el Evangelio nos llama a esta «conversión ecológica»? No. Son realidades y dimensiones distintas y diferentes. La conversión cristiana tiene su propia dinámica, no nace del esfuerzo humano sino de la gracia de Dios, humanamente nace de un ser «llamado, mirado, acaricia- do: la caricia de Jesús» y produce una «paz que el mundo no conoce». Usted puede ser el peor contaminador del mundo y sentirse atraído por un encuentro que cambia de manera impredecible la dirección y el sabor de su vida. Pero seguramente, si su conversión a Cristo es real, ya no se encontrará mirando de la misma manera al río que fluye tranquilamente, a las flores del lecho del río, a los pe- ces con su plateada librea y, antes de eso, a sus semejantes que se alimentan de ese agua y disfrutan de esa maravilla.
Por Lucio Brunelli