P. José de Jesús Aguilar
Muchas personas piensan que cuando el hijo de Dios se hizo hombre, ya desde su más tierna infancia lo sabía todo, comprendía todo, tenía una responsabilidad plena, era capaz de amar sin limitaciones, etc. Sin embargo, no fue así. Al hacerse hombre, el hijo de Dios aceptó que tendría las limitaciones de todo ser humano. Y todo ser humano, sólo poco a poco, va tomando conciencia de quién es él, de qué es el mundo, de cuáles son los valores y todo lo demás. Eso significa que el niño Dios no sabía que era hijo de Dios, no sabía que tenía una misión. Tampoco el joven Jesucristo sabía que era el salvador del mundo, ni que tendría que morir por la humanidad. Por eso dice el evangelio de San Lucas que el niño iba creciendo en sabiduría, estatura y gracia (Lc 2,52). Hacia los doce años, cuando se quedó en el templo y sus padres pensaron que se había perdido, tuvo una primera intuición sobre su personalidad pero, sólo hasta que llegó a la edad adulta y, concretamente hasta los treinta años, supo con claridad su verdadera identidad y misión. Es por eso que la Biblia no narra lo que sucedió entre su infancia y los treinta años, porque vivió una vida ordinaria, una vida común: nada de predicaciones, nada de milagros, nada de cosas extraordinarias. Pero, eso sí, la maravilla de vivir muy bien la vida ordinaria: como hijo de una hermosa familia.
Lo anterior cambia radicalmente nuestra manera de comprender el papel de María y José como padres porque, si Jesús, desde niño hubiera sabido todo, y hubiera tenido conciencia de todo, su padre y su madre hubieran estado simplemente de adorno. No hubieran tenido que cuidarlo porque Él se protegía solo. No hubieran tenido que enseñarle nada porque Él sabría todo. No hubieran tenido necesidad de corregirlo en sus equivoaciones. Incluso, Él habría hecho los milagros que quisiera para resolver hasta el más mínimo capricho o necesidad: sus alimentos, su ropa, su salud… Pero, no fue así, aunque algunas personas piensen que así haya sido.
En esta visión equivocada tienen un poco de responsabilidad las imágenes que los pintores y escultores han hecho de la Virgen María y de san José porque, con el afán de presentarlos bellos, nunca los han presentado con sudor en la frente, con las manos sucias o con callosidades por tanto trabajar. Han presentado sus vestimentas lujosas y como recién salidas de la tintorería cuando, en realidad, éstas eran seguramente como las de la mayoría de los padres de familia: humildes y desgastadas. Incluso, han presentado su cabello como recién salido de la estética o del salón de belleza. Y todo esto deforma la manera de ver a quienes fungieron como los padres terrenos de Jesús.
Para ayudar a comprender mejor su papel, harían falta imágenes de María cocinando, lavando, barriendo, cuidando al niño enfermo, con ojeras por no dormir algunas noches, con gripe, con un simple dolor de cabeza o preocupada porque no siempre tenían lo necesario. Faltan también, imágenes de José en el taller cargando tablas, con un moretón en el dedo por un golpe o con la suciedad provocada, no por el descuido, sino por la jornada de trabajo. Entonces se entendería más que María y José fueron seres humanos reales y maravillosos.
Otro elemento que puede entorpecer nuestra manera de ver a María y a José son las imágenes de la Sagrada Familia rodeada de ángeles servidores, que dan la apariencia de resolver todas sus necesidades y haciéndonos creer que María, ni José movían un solo dedo porque, precisamente, para hacer todo el quehacer y resolver todas las necesidades, estaban los ángeles.
Ante esta forma equivocada de ver al niño Jesús que no tenía necesidad alguna, y a María y a José sin tener que mover un solo dedo, ¿cómo podría la gente considerarlos verdaderos modelos cuando los padres de familia saben perfectamente el esfuerzo, el trabajo y el sacrificio que se necesitan para mantener, educar, corregir y ayudar a crecer a un hijo?
Por eso es importante recordar que el niño Jesús fue un niño normal que, para desarrollarse plenamente, necesitaba guías para comprender la vida y modelos para parecerse a ellos.
Hay gente que dice que la Biblia habla poco de José porque sólo se le menciona en algunos episodios: cuando decide recibir a María como esposa, cuando, informado por el ángel huye a Egipto para proteger al niño de la matanza de Herodes y, cuando pierden al niño en Jerusalén. Sin embargo, si ponemos atención, nos daremos cuenta que, con pocas palabras, la Biblia dice mucho sobre él. No se necesitan tantas palabras para reconocer su grandeza.
Es suficiente comprender que Dios lo eligió para que hiciera las veces de padre de Jesús y esposo de María, para concluir que tuvo una difícil y valiosa labor. Fue de él de quien Jesús recibió diariamente casa, alimento, vestido y la educación religiosa porque, en el mundo judío, es misión del padre educar y transmitir la fe. Fue de él de quien Jesús aprendió no sólo los valores y un oficio sino, también, a tener responsabilidad, valentía y seguridad como hombre. Fue con su ejemplo como aprendió a ayudar, a obedecer y a tener delicadeza con su madre y con todas las mujeres. Y seguramente, cuando Jesús enseñaba que Dios es como un padre, tenía en su mente y en su corazón la imagen de José.
Concluyo mi reflexión haciendo alusión a lo que hacen los modelos ante los pintores o escultores. Para que ellos puedan pintarlos o esculpirlos, los modelos no se mueven. Permanecen firmes en su postura. Esto mismo hacen los padres que fungen como modelos para sus hijos: permanecen firmes en sus valores, en sus principios y en sus convicciones. Eso mismo hizo José, en equipo con la Virgen María. Ambos se mantuvieron firmes en dichos elementos, de tal manera que, los que veían a Jesús, refiriéndose a su modo de ser, seguramente exclamaban: ¡Cómo se parece a sus padres! Y, si fueran mexicanos habrían dicho: “¡De tal palo, tal astilla!”
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