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¿Cómo debemos recibir la opinión de los demás?

23 mayo, 2022
¿Cómo debemos recibir la opinión de los demás?
¿Tanto puede alterar nuestra vida la opinión de los demás? Foto: Freepik.

La señora Valero era una señora de firme carácter. Perdón, no de tan firme carácter, aunque era una buena señora. Bueno, digámoslo aún mejor: era toda una señora, pero sin mucho carácter.

Sus amigas, a veces, la llamaban “señora Velero” por eso de sus continuos cambios de rumbo en el mar de la vida. Pero no es que fuese veleidosa, ni mucho menos: es que lo más que podía sostener una opinión o una certeza era de una hora o, a lo mucho, de dos; un día entero hubiese sido demasiado para ella. Eso sí: sus puntos de vista eran defendidos con tesón y firmeza, aunque a la mañana siguiente, debido a los cambios atmosféricos, o a otros cambios cualesquiera, defendiese con el mismo tesón lo contrario de ayer.

No la juzguemos, sin embargo, precipitadamente. La razón de todo esto es que la señora Valero era muy susceptible. No le gustaba contrariar a los demás, y si veía que su opinión resultaba chocante, al punto la cambiaba para no ofender a nadie. Una vez, por ejemplo, en el transcurso de una reunión, se permitió lanzar una amortiguada queja acerca de la devaluación de nuestra moneda frente al dólar, diciendo:

-¡Ay! Ya se nos había olvidado lo que era eso. Volvemos, amigos míos, al tiempo de las inflaciones y las devaluaciones…

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Pero estaba por ahí un hombre muy enterado que, ajustándose las gafas, le explicó que no estábamos presenciando exactamente una devaluación del peso, sino una revaluación del dólar, y que esto estaba sucediendo en todas partes del mundo, etcétera. La señora Valero, poniéndose roja, pidió disculpas por su amortiguada queja y dijo a los contertulios:

-¡Oh! Perdonen ustedes mi atrevimiento, mi ignorancia… ¡Ay, si yo supiese un poco de economía, no tendría que sufrir estos bochornos! Disculpen ustedes. Nunca más me quejaré de nada. ¡He comprendido la lección!

Y al día siguiente, a quienes se quejaban de la depreciación de nuestra moneda, les decía:

-¡Oh, esto no es tan sencillo! Vivimos en un tiempo realmente complicado. No es que nuestra moneda se esté devaluando; es que el dólar se está revaluando en todo el mundo, ¿comprenden ustedes?

Sin embargo, ser tan condescendiente tiene sus desventajas, sus muy serias desventajas, y ahora diré por qué.

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Un día, la señora Valero fue encontrada por una de sus amigas en un centro comercial. Las dos mujeres se saludaron amablemente, se preguntaron todo lo que suelen preguntarse dos mujeres que se encuentran en un centro comercial y se pusieron a hablar de esto y de aquello. La señora Valero estaba más que feliz por aquel encuentro inesperado, y ya le tomaba la mano a su amiga, y ya se la soltaba, siempre con una emoción que, a falta de otro término, llamaré sencillamente indescriptible.

-¿Qué tal, Roxana? –preguntó la señora Valero, que nunca se olvidaba del nombre de nadie.

Y qué bueno que he llegado a este punto, porque aún no había dicho que la señora Valero incluso había tomado un curso de memorización por correspondencia, ya que defendía la tesis –nada errada, por lo demás- que a la gente le gusta que recordemos sus nombres. Así pues, cuando la amiga se acercó a ella empujando su carrito, la señora Valero se dijo a sí misma: “Mira nada más quién viene ahí… Ahí viene…”. Hasta que por fin se acordó: “¡Roxana!”. Uf, justo a tiempo.

-¡Catalina! –chilló la otra.



Y era verdad: la señora Valero se llamaba Catalina.

-¡Catalina, qué gusto! ¿Qué te has hecho, mujer? ¡Mira dónde te encuentro! ¡Y cuánto tiempo sin vernos! Pero, ¿estás bien, verdad?

Cuando Catalina Valero escuchó esta pregunta, sintió que el corazón le dio un vuelco, o algo así.

-Sí, sí, estoy bien –dijo carraspeando un poco-. Creo que estoy bien. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Es que me ves mal?

-Te veo muy pálida –respondió la otra.

Lo que no dijo Roxana fue que la que andaba mal era ella: de la vista. De un tiempo a la fecha, a todo mundo veía pálido. Pero bastó esta seca afirmación para que a la señora Valero empezaran a sudarle las manos y a temblarle las piernas. Al salir del supermercado ya le falta el aire.

Escribió una vez Xavier de Maistre (1763-1852): “¿No vemos todos los días personas que se creen enfermas porque no se han afeitado la barba o porque cualquiera tiene la ocurrencia de encontrarles aspecto enfermo y decírselo?” (Viaje alrededor de mi cuarto, 41). Pues bien, la señora Valero era una de estas personas.

Y cuando regresó a su casa conduciendo sufrió un ligero desmayo en el camino, lo que le valió que se estampara contra un poste.

-¡Dios mío! ¡Qué mal me siento! Estoy pálida, parezco hecha de cera. ¡Ay, me ahogo! ¡Una ambulancia, por favor!

Y no es que hubiese estado mal: en realidad, nunca había estado tan bien; es que alguien le había dicho que se veía mal, y eso bastó para desencadenar la tragedia. ¡Después del choque con el poste vaya que se puso mal!

Conste que la historia que aquí cuento es historia de la vida real. ¡Ah! ¿Tanto puede alterar nuestra vida la opinión de los demás?

Cada vez que veo de lejos a la señora Valero, siento por ella una gran ternura. ¡No sabe hasta qué punto se ha abandonado, sin querer, o quizá queriéndolo, a la voluntad ajena!

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