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COLUMNA

Columna invitada

El telegrama del comerciante

  «Oh, ¿para qué hablarle? Ya sabe él cuánto lo aprecio». Con esta sola frase solemos excusarnos de todas nuestras omisiones, de toda nuestra pereza y de toda nuestra tacañería.

18 marzo, 2020
Un viejo comerciante famoso por su tacañería fue una vez a un mercado lejano a vender su producción anual de calabazas. Cuando hubo vendido hasta la última pieza, movido por un inusual sentimiento de ternura hacia su mujer, se dirigió a la oficina postal de la localidad para enviarle un telegrama. Parecerá mentira, pero la verdad es que la extrañaba. ¡Ah, su mujer! ¿Por qué no proporcionarle una pequeña alegría diciéndole cuánto la amaba? Escribió en un papel que tendió después de mal modo a un telegrafista vestido de azul: «He vendido bien las calabazas. Regreso mañana. Abrazos afectuosos». Un poco para cerciorarse de que el mensaje estaba escrito según sus deseos, y otro poco para no escribir de más, lo releyó. No, la frase no acababa de gustarle: era demasiado larga, es decir, demasiado cara. Leer: El Dios de las sorpresas ¡Oh! –se dijo a sí mismo-, ¿y para qué poner la palabra bien si mi mujer sabe que yo siempre vendo bien mis calabazas? Hasta ahora nadie me ha ganado en el difícil arte del regateo. ¡Para comerciantes, yo! Eliminemos, pues, esta palabras inútil. El mensaje quedó así: «He vendido las calabazas. Regreso mañana. Abrazos afectuosos». Volvió a leer el texto. Pero tampoco ahora acababa de gustarle: seguía siendo demasiado largo. -Pero –volvió a decirse-, ¿no es verdad que mi mujer ya sabe a lo que he venido a este pueblo lejano, es decir, a vender mis calabazas? ¿Qué novedad podría ser ésta para ella? Borremos inmediatamente eso de que he vendido las calabazas; nunca, que yo recuerde, he regresado a casa con ellas. ¡Al diablo con las palabras superfluas! Ahora el telegrama está más que perfecto: «Regreso mañana. Abrazos afectuosos». El hombre volvió a ponerse pensativo. Algo había allí que no lo convencía. -¿Y no es obvio que si ya vendí las calabazas regreso mañana? ¿Es que no sabe ya mi mujer cuándo regreso? ¡Por supuesto que lo sabe! ¿Cómo no va a saberlo? ¡Que me enseñen al loco que pagaría una noche de hotel por el puro gusto de malgastar sus pesos! Tachemos, pues, esto de que regreso mañana: se trata de una frase cara además de inútil. Viéndolo bien, con esta basta: «Abrazos afectuosos». -Pero, ¿qué es eso de «abrazos afectuosos»? –siguió diciéndose a sí mismo el comerciante-. ¿Y de cuándo acá estos efluvios sentimentales? ¿Es acaso Navidad o Año Nuevo para andar en vena de abrazos y arrumacos? ¿Es acaso cumpleaños de mi mujer o algo por el estilo; es acaso el día de San Valentín, por ejemplo? ¡Qué cursilería! Yo no soy un hombre que se pase la vida dando abrazos, ella lo sabe y además así me quiere. Borremos también esta desagradable expresión». Decidido lo cual, el viejo estrujó el papel en el que había escrito el mensaje y salió de la oficina más que satisfecho por haber vencido la malsana tentación de gastar su dinero en caprichos tan perniciosos para la estabilidad de los bolsillos. Y colorín colorado... Leer: Las tentaciones, una reflexión para la Cuaresma Vistas las cosas desde el lado puramente económico, el comerciante tenía razón: cada una de las frases del telegrama podía ser suprimida. Pero, al suprimirlas todas, suprimía también la alegría que pensaba, por sorpresa, darle a su mujer. ¿Para qué hacer, pues, una llamada telefónica, escribir una carta, enviar un e-mail si todo esto cuesta dinero y de cien palabras que digamos o escribamos ninguna será esencial? La respuesta es simple: para cultivar el cariño. Nada más. No es esta o aquella palabra la que vale, sino todas en conjunto, es decir, el detalle. «Oh, ¿para qué hablarle? Ya sabe él cuánto lo aprecio». Con esta sola frase solemos excusarnos de todas nuestras omisiones, de toda nuestra pereza y de toda nuestra tacañería. Sí, es probable que lo sepa, pero a lo mejor lo duda: como nunca le hablamos ni le escribimos en las fechas más significativas de su calendario personal… No es que los demás esperen de nosotros palabras esenciales; esperan solamente esas humildes palabras comunes que poseen, paradójicamente, este extraño poder: el de inclinar la balanza hacia el lado del afecto. En un texto escrito, en una página impresa, no es esta o aquella palabra la que cuenta: es el conjunto de palabras, las frases, los párrafos enteros. Al Quijote se le puede quitar una palabra y no pasará nada. Se le pueden quitar dos y los críticos ni siquiera lo notarán (¡ni que fueran tan sabios!). Pero si se le quitan todas, acabamos con el Quijote. Es así. Según Pedro Salinas (1891-1951), el poeta español, un telegrama –hoy diríamos, un e-mail- jamás valdrá lo que vale una carta; «la carta –explica en su Defensa de la correspondencia epistolar- ayuda a seguir sintiendo al corazón del que ya no puede ver. ¡Qué de innúmeros vínculos de humano afecto, qué de amor, de comuniones espirituales, de compañerismos del alma, no se salvan gracias a una carta!... Por lo tanto, ¡que viva la carta y muera el telegrama!». Todo esto es muy cierto, y yo aplaudo con entusiasmo sus palabras, pero es preciso reconocer que también los telegramas sirven de algo, por lo menos en algunas ocasiones en que no se puede más. El telegrama es parco, pero por lo menos dice algo… ¡Era claro que la esposa sabía que su marido había vendido bien las calabazas, que regresaba mañana, que eso de los abrazos afectuosos era sólo una frase retórica, pues aún no existen los abrazos a larga distancia! Claro que ella sabía todo esto. ¡Pero qué feliz se habría puesto al recibir, de pronto, aquel telegrama inesperado!...

Un viejo comerciante famoso por su tacañería fue una vez a un mercado lejano a vender su producción anual de calabazas. Cuando hubo vendido hasta la última pieza, movido por un inusual sentimiento de ternura hacia su mujer, se dirigió a la oficina postal de la localidad para enviarle un telegrama. Parecerá mentira, pero la verdad es que la extrañaba. ¡Ah, su mujer! ¿Por qué no proporcionarle una pequeña alegría diciéndole cuánto la amaba? Escribió en un papel que tendió después de mal modo a un telegrafista vestido de azul: «He vendido bien las calabazas. Regreso mañana. Abrazos afectuosos».

Un poco para cerciorarse de que el mensaje estaba escrito según sus deseos, y otro poco para no escribir de más, lo releyó. No, la frase no acababa de gustarle: era demasiado larga, es decir, demasiado cara.

Leer: El Dios de las sorpresas

¡Oh! –se dijo a sí mismo-, ¿y para qué poner la palabra bien si mi mujer sabe que yo siempre vendo bien mis calabazas? Hasta ahora nadie me ha ganado en el difícil arte del regateo. ¡Para comerciantes, yo! Eliminemos, pues, esta palabras inútil.

El mensaje quedó así: «He vendido las calabazas. Regreso mañana. Abrazos afectuosos».

Volvió a leer el texto. Pero tampoco ahora acababa de gustarle: seguía siendo demasiado largo.

-Pero –volvió a decirse-, ¿no es verdad que mi mujer ya sabe a lo que he venido a este pueblo lejano, es decir, a vender mis calabazas? ¿Qué novedad podría ser ésta para ella? Borremos inmediatamente eso de que he vendido las calabazas; nunca, que yo recuerde, he regresado a casa con ellas. ¡Al diablo con las palabras superfluas! Ahora el telegrama está más que perfecto: «Regreso mañana. Abrazos afectuosos».

El hombre volvió a ponerse pensativo. Algo había allí que no lo convencía.

-¿Y no es obvio que si ya vendí las calabazas regreso mañana? ¿Es que no sabe ya mi mujer cuándo regreso? ¡Por supuesto que lo sabe! ¿Cómo no va a saberlo? ¡Que me enseñen al loco que pagaría una noche de hotel por el puro gusto de malgastar sus pesos! Tachemos, pues, esto de que regreso mañana: se trata de una frase cara además de inútil. Viéndolo bien, con esta basta: «Abrazos afectuosos».

-Pero, ¿qué es eso de «abrazos afectuosos»? –siguió diciéndose a sí mismo el comerciante-. ¿Y de cuándo acá estos efluvios sentimentales? ¿Es acaso Navidad o Año Nuevo para andar en vena de abrazos y arrumacos? ¿Es acaso cumpleaños de mi mujer o algo por el estilo; es acaso el día de San Valentín, por ejemplo? ¡Qué cursilería! Yo no soy un hombre que se pase la vida dando abrazos, ella lo sabe y además así me quiere. Borremos también esta desagradable expresión».

Decidido lo cual, el viejo estrujó el papel en el que había escrito el mensaje y salió de la oficina más que satisfecho por haber vencido la malsana tentación de gastar su dinero en caprichos tan perniciosos para la estabilidad de los bolsillos. Y colorín colorado…

Leer: Las tentaciones, una reflexión para la Cuaresma

Vistas las cosas desde el lado puramente económico, el comerciante tenía razón: cada una de las frases del telegrama podía ser suprimida. Pero, al suprimirlas todas, suprimía también la alegría que pensaba, por sorpresa, darle a su mujer. ¿Para qué hacer, pues, una llamada telefónica, escribir una carta, enviar un e-mail si todo esto cuesta dinero y de cien palabras que digamos o escribamos ninguna será esencial? La respuesta es simple: para cultivar el cariño. Nada más. No es esta o aquella palabra la que vale, sino todas en conjunto, es decir, el detalle.

«Oh, ¿para qué hablarle? Ya sabe él cuánto lo aprecio». Con esta sola frase solemos excusarnos de todas nuestras omisiones, de toda nuestra pereza y de toda nuestra tacañería. Sí, es probable que lo sepa, pero a lo mejor lo duda: como nunca le hablamos ni le escribimos en las fechas más significativas de su calendario personal…

No es que los demás esperen de nosotros palabras esenciales; esperan solamente esas humildes palabras comunes que poseen, paradójicamente, este extraño poder: el de inclinar la balanza hacia el lado del afecto.

En un texto escrito, en una página impresa, no es esta o aquella palabra la que cuenta: es el conjunto de palabras, las frases, los párrafos enteros. Al Quijote se le puede quitar una palabra y no pasará nada. Se le pueden quitar dos y los críticos ni siquiera lo notarán (¡ni que fueran tan sabios!). Pero si se le quitan todas, acabamos con el Quijote. Es así.

Según Pedro Salinas (1891-1951), el poeta español, un telegrama –hoy diríamos, un e-mail– jamás valdrá lo que vale una carta; «la carta –explica en su Defensa de la correspondencia epistolar– ayuda a seguir sintiendo al corazón del que ya no puede ver. ¡Qué de innúmeros vínculos de humano afecto, qué de amor, de comuniones espirituales, de compañerismos del alma, no se salvan gracias a una carta!… Por lo tanto, ¡que viva la carta y muera el telegrama!». Todo esto es muy cierto, y yo aplaudo con entusiasmo sus palabras, pero es preciso reconocer que también los telegramas sirven de algo, por lo menos en algunas ocasiones en que no se puede más. El telegrama es parco, pero por lo menos dice algo…

¡Era claro que la esposa sabía que su marido había vendido bien las calabazas, que regresaba mañana, que eso de los abrazos afectuosos era sólo una frase retórica, pues aún no existen los abrazos a larga distancia! Claro que ella sabía todo esto. ¡Pero qué feliz se habría puesto al recibir, de pronto, aquel telegrama inesperado!…