Hechos contrarios a las palabras

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COLUMNA

Cielo y tierra

El poder de las mujeres

Las mujeres sí tienen poder en la Iglesia, y ¡mucho!, pero no es un poder como lo entiende el mundo, sino muy diferente.

7 marzo, 2023
El poder de las mujeres
María Magdalena. Foto: Magdala Institute.
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Es escritora católica y creadora del sitio web Ediciones 72, colaboradora de Desde La Fe por más de 25 años. 

El otro día apareció en el periódico la furibunda declaración de una ultrafeminista que afirmaba ser católica, pero se quejaba amargamente porque decía que ‘en la Iglesia las mujeres no tienen puestos de poder’.  Al leer su comentario, no puede uno menos que preguntarse:  ¿Qué no se da cuenta de su incongruencia al pretender ser de Cristo y al mismo tiempo ambicionar poder? Jesús dijo:

 “…el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.” (Mc 10, 44-45).

Quien anhela puestos de poder en la Iglesia no ha entendido que para ser verdadero cristiano hace falta desapegarse, romper ataduras, hacerse menos, no buscar tener más, amarrarse más a este mundo, ‘apantallar’ más… A quienes tienen puestos ‘altos’ no hay que envidiarlos sino compadecerlos: están sometidos a tremenda presión y a muchas tentaciones, y además tendrán que rendir cuentas muy rigurosas (recordemos que ‘a quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se confió mucho, se le pedirá más‘ (Lc 12, 48b).

Ante la queja de esa feminista, habría que responder: Las mujeres sí tienen poder en la Iglesia, y ¡mucho!, pero así como los criterios de Dios no coinciden con los del mundo, el poder de las mujeres en la Iglesia no es un poder como lo entiende el mundo, sino muy diferente.

Pensemos en María. Cuando el ángel le anuncia que será la Madre Virgen del  Salvador, ¿qué hace ella? ¿Sentarse a planear su ‘gabinetazo’ ahora que va a ser nada menos que mamá de Dios? ¿Idear antojos imposibles para que el Padre de su Hijo se los cumpla? ¿Buscar casa en un rumbo mejorcito? ¿Inscribirse en la ‘mesa de regalos’ de algún importante almacén para asegurarse un suculento ‘baby shower’?  ¡Nada de eso! La mujer que más derecho tiene para ‘creerse lo máximo’, no piensa ni un segundo en Ella misma, no se queda regocijándose con el ‘poder’ que puede aprovechar como progenitora del Señor, no.  Para demostrar que no hay imposibles para Dios, el ángel le ha dicho que Isabel está embarazada, y María, en lugar de archivar esa información como algo secundario y concentrarse en el notición de su futura maternidad (como nosotros, que solemos preocuparnos por lo que nos atañe directamente y descartamos lo que les pasa a los demás), se siente interpelada por este dato. Como mujer que no está viendo quién le sirve sino a quién servir, piensa de inmediato que si Isabel, que es considerada una ‘anciana’, tiene seis meses de embarazo, seguro necesita ayuda, y ella está dispuesta a ayudarla.  Así de simple.  No espera que nadie le diga que tiene que ir, le basta con saber que hay una necesidad, para sentir que le concierne a Ella (a diferencia de nosotros, que con frecuencia justificamos nuestra inacción diciendo: ‘nadie me pidió que ayudara’).

No considera que ya hizo suficiente con aceptar el paquetazo de ser la Madre del Señor (como nosotros, siempre tan dispuestos a hacer la reseña de toooodo el bien que ya hicimos para que a nadie se le ocurra pedir que hagamos más). No se pone a ver a quién manda en su lugar (como nosotros, que somos expertos en eso de ‘delegar’ asuntos engorrosos para que los hagan otros).  Nada de eso. La Madre de Dios no reclama ‘puestos de poder’, se coloca voluntariamente en el último puesto, y, sin saberlo, elige lo mejor: el puesto favorito de Dios, en el que suele hacerse presente entre nosotros, en el que suelen encontrarlo los que lo buscan…

Quien se preocupa por adquirir poder entre los hombres, pierde automáticamente el poder ante Dios, porque a Dios se le conquista desde la pequeñez (¡si lo sabrá María, que proclama su gozo porque el Señor ha puesto sus ojos en Ella, que se considera su esclava -ver Lc 1, 48).

Dice San Pedro, recordando las palabras del libro de Proverbios 3,34: Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (1Pe 5,5).

La mujer, como todo creyente, está llamada a amar y servir, y, como dice Juan Pablo II, en el amor y en el servicio aporta su particular carisma: su ternura de madre, su delicadeza de amiga, su sabiduría de maestra, su abnegación al lado de un enfermo, en fin, su sensibilidad femenina, para enriquecer a la Iglesia. En ello radica su poder.

Recordemos a la hermana de Marta, María, quien unos días antes de que comenzara la Pasión del Señor, entra a donde están cenando Jesús y los discípulos, y unge con perfume de nardo los pies de su Señor. Esta mujer no aprovecha esos momentos para exigir un buen ‘hueso’, para pelearse por ver quién es el más importante (como hacen más adelante los discípulos -ver Lc 22, 24-26), sino que se dispone a hacer lo que sabe hacer mejor: volcar toda su ternura en su Maestro, y aligerar un ambiente que percibe silencioso y sombrío (es fácil imaginar que quizá todos ahí estaban ensimismados, callados, sin animarse a hablar de lo que sentían que sucedería en poco tiempo). Dice San Juan que ‘la casa se llenó del olor del perfume’ (Jn 12,3c). La exquisita sensibilidad de una mujer, transforma por completo la atmósfera, inundándola con el aroma delicioso de una flor. ¡Qué poder!

La misma feminista entrevistada decía que las mujeres no tienen poder en el cristianismo porque éste es producto de una mentalidad ‘machista’. Se nota que no conoce a Jesús, que no es ni machista ni misógino, y como muestra de ello basta leer las páginas  del Evangelio:  La primera vez que acepta públicamente ser el Mesías, se lo anuncia a una mujer, la samaritana junto al pozo (ver Jn 4, 25-26); una de las primeras cosas que hace al iniciar su ministerio público es curar a una mujer, la suegra de Pedro (ver Mc 1,29-31); San Lucas comenta que muchas mujeres lo acompañan, junto con los Doce (ver Lc 8,1-3) y, por último, pero no por ello menos importante, elige como testigos de la noticia más maravillosa de todos los tiempos, la de su Resurrección, a ¡las mujeres! (ver Lc 24, 1-11), y ello por encima de la mentalidad de su tiempo, que no considera válido el testimonio que proviene de labios femeninos.

Queda claro pues, que Jesús jamás discrimina a las mujeres. Las que hoy se quejan de que en la Iglesia no tienen ‘poder’, no han comprendido que Jesús no las está ‘haciendo menos’, sino ¡todo lo contrario! las está elevando a un lugar especialísimo, las está asociando a lo que Él mismo vivió, las está invitando a servir como Él.  Dice San Pablo que Cristo:

“…siendo de condición divina, no retuvo ávidamente los privilegios de ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo” (Flp 2,6-7a).

En la Última Cena, Jesús se pone a lavar los pies a los discípulos, hace lo que sólo hacía ¡el último de los esclavos de una casa!  e invita a sus discípulos a imitarlo.

La feminista mencionada terminaba su comentario mostrando su indignación porque según ella en la Iglesia sólo quieren a las mujeres como ‘personal de servicio’ y no para ‘mandar’. Qué pena que la palabra ‘servicio’ esté tan desprestigiada que haya quien crea que es sinónimo de labor mal pagada, embrutecedora e injusta.

El concepto de ‘servicio’ no debe interpretarse como lo interpreta el mundo, sino con criterios cristianos, y en este sentido, servir es sinónimo de amar, y Jesús nos dejó un solo mandamiento, que nos amemos unos a otros como Él nos ama (ver Jn 15,12), por lo cual imitarlo en el amor implica necesariamente imitarlo también en el servicio y poner los propios dones y capacidades a disposición de los demás, para beneficio de todos. ¡No es poca cosa buscar asemejarse a Cristo en esto! 

Que nadie se queje pues, de no tener ‘poder’ en la Iglesia, porque a todos -y a todas- nos ha sido dado el mayor ‘poder’ que puede existir, el único que cuenta, el que verdaderamente determinará no qué puestito ocuparemos en este mundo que se acaba, sino dónde pasaremos la vida eterna: el poder de amar y servir.

 

 

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Autor

Es escritora católica y creadora del sitio web Ediciones 72, colaboradora de Desde La Fe por más de 25 años.