Papa Francisco agradece a sacerdotes sus lágrimas de dolor, que son como “aguas santas”

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Testimonio: “Pedro me pescó y me subió a la barca del Señor”

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¡Hola! Me llamo Ángel Sebastián Castro García, y hoy te contaré cómo el Señor me llamó. Desde pequeño, incluso antes de aprender a caminar, me concedió conocerlo y reconocerlo como Padre. La fe no me la inculcaron mis padres ni pariente alguno; yo les pedía que me llevaran a la parroquia y esporádicamente a la Basílica de Guadalupe. Cargaba siempre conmigo un nacimiento de plástico en una mochila, y en la iglesia acostumbraba caminar por las naves laterales  hasta el altar viendo todas las imágenes; en una ocasión dejé en cada una de ellas una papa frita, en lugar de una moneda, ya que para mí eran igual de valiosas.

En la etapa de preescolar, sin conocer la laicidad de la educación, continuaba expresando mi fe de manera normal, incluso en las tareas y dibujos. Pero cuando dibujé a Juan Diego entregándole las rosas a la Virgen, la profesora reprendió a mis padres y les pidió que no expresara más mi fe en el ámbito escolar. A partir de este momento aprendí a ser testimonio silencioso de Aquél que nos ama. El único ejemplo sacerdotal y de entrega a Dios fue el del Papa San Juan Pablo II, desde su “sí” sufriente y doloroso. Lo quise ir a ver muchas veces, pero sólo se me concedió estar cerca de él cuando regresó a Roma después de su última visita a nuestro país: escuché el avión pasar sobre mi casa, y salí corriendo con el espejo del baño para despedirlo.

En el continuar de mi formación, durante la secundaria, volví a sentir la necesidad de acercarme más intensamente a Dios; respondí dedicando parte del tiempo que destinaba a mi tarea –porque mis papás no querían que me acercara a la iglesia– a leer sobre aquello que más me inquietaba. El 1 de mayo del 2011 fue determinante para mí, ya que veía al Papa de mi infancia en los altares (beato), y con él en el cielo la tierra se gozaba con aquellos millones que llevó de regreso al Camino; visualicé claramente la voluntad de Dios para mí: testimoniando a Cristo y siendo ministro de su gracia era la única manera en la que sería feliz y podría llevarlo a Él a los hombres, y a los hombres a Él; no tuve dudas.

Comunicar el deseo de ser sacerdote a mis padres fue lo más difícil, pues trajo para mí un rotundo “no” de mi papá; durante varios años continué siendo el cristiano anónimo sin perder de vista las oportunidades de poder acercarme a Él; me confesaba y asistía a Misa a escondidas, y de esta manera hice mi Primera Comunión. Cuando ingresé al bachillerato, mi papá me pidió que estudiara una licenciatura, como un último intento de disuadirme indirectamente del camino de la vocación sacerdotal, petición a la que accedí como un último momento de discernimiento. Ingresé a la facultad de Derecho, y ahí el ardiente deseo de entrar al seminario era cada día mayor, hasta que por fin dejé la facultad y comencé el proceso de acompañamiento vocacional, aunque sin el consentimiento inicial de mi padre.



Hoy, con 20 años y cursando el primer año de Filosofía en el Seminario Conciliar de México, reitero nuevamente mi “sí”, confiando en las manos del Señor mi vida y mi vocación. Te invito a que no tengas miedo de responderle también a Dios con tu vida y tus manos, siendo sacerdote y llevándole a aquellos que no le conocen y no le aman.

Seminario Conciliar de México





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