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Homilía pronunciada por el Sr. Cardenal Norberto Rivera C., Arzobispo Primado de México, en la Catedral Metropolitana de México.

SIAME
Tempestad y paz, perturbación y serenidad silenciosa se contraponen en la visión de Elías del primer libro de los Reyes y en la tempestad calmada que nos ha narrado san Mateo. Elías huyendo de la Reina Jezabel que lo persigue sin cuartel llega a descubrir el verdadero rostro de Dios. En la soledad de la montaña el profeta fogoso busca a Dios en el viento huracanado, en el terremoto, en el fuego, según los esquemas tradicionales y personales, y no lo encuentra, pero supo escuchar el murmullo de una brisa suave y ahí lo encontró. En el Evangelio hemos escuchado el mismo mensaje: lejos de tierra firme, golpeados por las olas, con el viento contrario y llenos de miedo, creyendo ver un fantasma, Jesús sale al encuentro de sus discípulos y les dice: “tranquilícense y no teman. Soy yo”, y los que estaban en la barca se postraron ante Jesús, diciendo: “Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios”.

Elías, el profeta de fuego, descubre que Dios no sólo está en el viento huracanado que parte montañas y resquebraja rocas, en el terremoto que sepulta ciudades y el fuego que consume sacrificios, también está en el murmullo de la brisa suave, en el silencio, en el árido desierto y quizá aquí sea más fácil descubrir el verdadero rostro de Dios y el camino de la propia vida, porque en el desierto, en el silencio, en la soledad no hay nada que estorbe para que Dios venga a nuestra vida y poder escucharlo sin los ruidos del mundo que distorsionan el diálogo íntimo que necesitamos tener con Él para encontrar el camino de la vida.

La manifestación de Cristo en el lago tempestuoso es toda una celebración de nuestra fe, ya que la verdadera fe es como una lámpara, una gran luz en medio de la noche, de la tormenta y de los miedos que nunca faltan en nuestro peregrinar. El Amén, el Sí, el Así sea que repetimos continuamente con fe en nuestras celebraciones es como terreno firme sobre el cual caminamos a pesar de saber que estamos en un mar tempestuoso. Si tenemos nuestros ojos fijos en el Señor, si confiamos en su Palabra, podemos caminar firmes en medio de las tempestades, y si llegamos a tener miedo, tengamos la seguridad que Jesús nos tenderá la mano y nos sostendrá.

Hay algo muy singular en la narración que nos transmite San Mateo. No son los “discípulos” los fatigados y sacudidos por el viento, sino “la barca”, en una referencia simbólica a la Iglesia primitiva perseguida y acosada. También es notable la presencia de Pedro, cabeza de la comunidad eclesial, con una fe frágil, llena de miedos y vacilaciones y por supuesto también hay que remarcar el solemne acto de fe proclamando a Jesús como Hijo de Dios, con que culmina la narración y que es la misma confesión que Pedro hizo en otro momento en nombre de todos los discípulos. Jesús parece estar lejos, mientras la barca se encuentra en la noche a merced de un mar enfurecido y los vientos en contra. Sólo Jesús puede vencer esas fuerzas del maligno representadas en las olas y en los vientos que golpean la barca. Pedro aparece al frente de la Iglesia, como modelo de todos los creyentes, debatiéndose entre la confianza en Jesús y el temor que provocan las adversidades, pero en todo momento sostenido y apoyado por Jesús que lo eligió.



No es fácil responder con sinceridad a la pregunta que Jesús le lanza a Pedro en el momento mismo en que lo salva de las aguas: “Hombre de poca fe, ¿Por qué dudaste?” Si somos sinceros lo primero que tenemos que reconocer es que todos, más o menos, estamos en la misma situación. ¿Qué hacer al constatar en nosotros una fe a veces tan frágil y vacilante? Lo primero es no desesperar ni asustarse al descubrir en nosotros dudas y vacilaciones. La búsqueda de Dios se vive casi siempre entre la seguridad de Dios que se ha revelado y la inseguridad, la oscuridad y la debilidad de nuestra capacidad y condición. A Dios lo buscamos a tientas y no hemos de olvidar que muchas veces la fe genuina sólo puede aparecer como duda superada. Por esto, lo importante es saber gritar como Pedro: “Sálvame, Señor”. Saber levantar hacia Dios nuestras manos, no sólo como gesto de súplica sino también como entrega confiada en Aquel que nos puede salvar. No olvidemos que la fe es un caminar sobre las aguas tempestuosas, pero con la seguridad de encontrar siempre esa mano que nos salva del hundimiento total.

Hay algo que siempre nos ayudará a crecer en la fe y a liberarnos de nuestras dudas y angustias que nos encadenan: preocuparnos y ocuparnos para que los demás crean y crezcan en la fe. Hay una leyenda en la India que nos cuenta que un viejo elefante estaba condenado a cargar por toda su vida una argolla de acero con que unos cazadores habían marcado su cuerpo, sólo con una dolorosa operación se hubiera podido liberar de esa argolla que tanto lo lastimaba. Un día el viejo elefante encontró a otro animal, pequeño, indefenso y muy débil. Se puso a ayudarlo, a luchar por él, a exponer su vida para protegerlo. En aquel momento la argolla que atormentaba sus carnes se rompió y cayó por tierra. Mucho ayuda a liberarnos de nuestras angustias el preocuparnos y el ocuparnos de los demás.





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