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Homilía del Card. Norberto Rivera Carrera en la Catedral de México

24 de Diciembre del 2017, IV Domingo de Adviento.

El nacimiento de un niño no es el comienzo de algo sino más bien la conclusión de un proceso de vida. Vida que comienza en el mismo instante de la concepción. Por esto el nacimiento de Cristo se nos presenta como la manifestación de un misterio, del misterio de la Encarnación, que comenzó con la propuesta de Dios, el sí de María y la fecundación de su seno por obra y gracia del Espíritu Santo. Hoy el arcángel Gabriel nos ha pintado el retrato de Jesucristo que hace dos mil años se encarnó y a quien esperamos en esta Navidad, y María nos ha ofrecido el modelo ideal para poder recibirlo.

“Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo”. Jesús se definirá a sí mismo con el misterioso título de “Hijo del Hombre” y San Pablo nos hablará de Cristo como de un hombre “nacido de mujer”. Así se nos traza el primer rasgo del retrato de Cristo. Por esto con razón la llamamos “Santa María, Madre de Dios” pues es verdadera Madre de Jesús, y Jesús es “Verdadero Dios y verdadero hombre”.

María es la Madre real de Jesús, por ella Jesucristo es de nuestra raza y por lo tanto hermano nuestro en humanidad. Jesucristo mismo, en el momento supremo de su vida nos la entregará como Madre. Esta es otra pincelada que nos da el evangelio: Jesús es hijo de María y hermano de los hombres.

Para los hebreos, el nombre significa la persona misma, por eso, cuando el ángel manda a María: “le pondrás por nombre Jesús”, nos está indicando su misión, “ser Salvador”, pero no un salvador cualquiera sino el que “salvará a su pueblo de los pecados”. Él será señalado por Juan el Bautista como el “Cordero que quita el pecado del mundo”.



“Será grande, se llamará Hijo del Altísimo y su reino no tendrá fin”. Ciertamente es grande por ser el Hijo de Dios, por ser el Hijo del Altísimo, pero a nosotros nos parece más grande “porque se hizo en todo semejante a nosotros”. Por eso su grandeza no nos separa, sino que nos atrae, nos acerca y nos eleva.

“Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único”. Jesús es fruto del amor de Dios a los hombres, María fue fecundada por el Amor infinito de Dios. Así tenemos los rasgos esenciales del retrato auténtico de Jesús: Hijo de María, Salvador el pueblo, Hijo del Altísimo y fruto del Espíritu de Amor.

¿Cómo podremos recibirlo en nuestra vida?  María nos lo enseña. Primero hay que alejar todo temor y miedo: “no temas, María, porque has hallado gracia ante Dios”. Así queda establecido que el cristianismo no puede ser la religión del temor y del miedo, sino la religión de la gracia y de la misericordia. Por eso, la segunda actitud que debemos tener es la alegría: “alégrate, porque el Señor está contigo”. La alegría debe ser la actitud fundamental del cristiano porque ese Jesús a quien esperamos nos ha asegurado: “Yo estaré con ustedes todos los días”. En Navidad debemos estar alegres, pero esa alegría debe estar siempre en nosotros.

“He aquí la esclava del Señor”. Así María se proclama como la servidora de Dios. El servicio nacido del amor no es servilismo, el servicio nacido del agradecimiento no tiene raíces en el interés, el servicio a Dios tiene que realizarse en el prójimo para que pueda ser auténtico. “El hombre no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”. Qué bueno que hoy en día se hable tanto de los derechos del hombre y de la mujer, pero qué triste sería que nos olvidáramos de las obligaciones que tenemos con los demás. La Iglesia ve en María la máxima expresión del “genio femenino” y encuentra en ella una fuente de continua inspiración. María se ha autodefinido “esclava del Señor”. Por su obediencia a la palabra de Dios ella ha acogido su vocación privilegiada, nada fácil, de esposa y de madre en la familia de Nazaret.  Poniéndose al servicio de Dios, ha estado también al servicio de los hombres: un servicio de amor. Precisamente este servicio le ha permitido realizar en su vida la experiencia de un misterioso, pero auténtico “reinar”. No es casualidad que se la invoque como “Reina del cielo y de la tierra”. Con este título la invoca toda la comunidad de los creyentes, la invocan como “Reina muchos pueblos y naciones. ¡Su “reinar” es servir! ¡Su servir es “reinar”!





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