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Homilía de la Celebración Litúrgica de la Pasión y Muerte del Señor

Verán lo que nunca se les había contado, y comprenderán lo que nunca se habían imaginado (Is 52, 15).

Así anuncia el Profeta Isaías en la Primera Lectura, en este cuarto cántico del Siervo de Yahvé. Cuatro textos dichos por el Profeta Isaías ante la catástrofe que vivía el Pueblo de Israel, en medio del dolor y del sufrimiento de ver todo destruido: ciudad y templo, y en lo social: caos, desorden, vacío de autoridad, e incluso, esclavitud de los que habían sido libres y que fueron llevados en cautiverio a Babilonia.

A pesar de esa situación, los textos de estos cuatro cánticos nunca fueron entendidos por los exegetas; tanto así, que eran textos dejados de lado a los comentaristas, porque no sabían interpretarlos. Sólo a la luz de la Encarnación de Jesucristo, sólo a la luz de la Pasión y Muerte de Cristo –y desde luego de su Resurrección– quedó de manifiesto lo que decía el Profeta Isaías: “Nunca se les había contado, nunca lo habían imaginado”.

Lo sorprendente es cómo a Dios, siendo Dios, Creador omnipotente y todopoderoso, se le ocurrió venir a encerrarse en las limitaciones del ser humano. Nadie –ni antes de Cristo ni en el tiempo de Cristo, y muchos otros, que al día de hoy, todavía no tienen fe en Jesucristo– cuenta con una respuesta al Misterio de la Encarnación. Y precisamente un gran sector de la humanidad, a lo largo de estos 21 siglos después de Jesús, se resiste a creer en que Jesucristo era Dios, el Hijo de Dios.

Es inconcebible. El ser humano no lo puede entender. Sólo la evidencia de quienes dan testimonio, que lo vieron con sus propios ojos y lo transmitieron con tal pasión, emoción y convicción, hizo posible que hasta nuestros días esté llegando este maravilloso intercambio de Dios con el hombre.

Esa transmisión ha sido posible porque el Espíritu de Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos, sigue resucitando. Tanto en la peregrinación terrena de todo aquél que sufre, como en las situaciones sociales tan difíciles de afrontar y resolver, los creyentes descubrimos que el Espíritu de Dios camina con nosotros.

Lo inimaginable para la mente humana se vuelve la mejor expresión de cómo Dios ama a su creatura predilecta: el hombre. Hacerse como nosotros para enseñarnos a corresponder hasta el máximo, hasta el límite extremo del amor, al Dios que nos ha creado y nos da la vida, y nos tiene convocados a entrar en comunión con Él para toda la eternidad.

Primero, Dios nos dejó el proyecto de la Creación. Hoy día, con todos los medios de la tecnología, descubrimos la maravilla de la Creación. Nadie, en el pleno juicio de sus facultades, puede negar que solamente una mente como Dios pudo haber producido la Creación. No hay otra explicación. No puede venir de la nada lo que tan maravillosamente camina.

Pero ese regalo hermoso de la creación no fue suficiente para que –como ese niño agradecido a lo que sus padres le dan–, volviéramos la vista a ese Dios Creador para corresponderle en gratitud y amor; sino que fue indispensable este extremo de la Encarnación para enseñarnos el camino de la Redención, para ayudarnos, en todas nuestras situaciones humanas, a tener siempre la luz para superarlas.



Hoy, en este Viernes Santo, al escuchar el relato de la Pasión del evangelista San Juan, vemos a ese Jesús que no teme a la muerte y la afronta con decisión, vemos a Jesús siendo traicionado por uno de sus discípulos queridos, y vemos cómo éstos, llenos de temor, lo abandonan. Pero también vemos cómo unos pocos, que siempre creyeron en Él (María y su hermana, María Magdalena y María la de Cleofás, junto a Juan, el discípulo amado), estuvieron al pie de la cruz. Esos pocos dieron testimonio de la evidencia, de la Muerte de Jesús, y después de la Resurrección de Cristo.

Hermanos, los invito a que en estos días volvamos sobre los textos de la Pasión, especialmente éste que nos propone hoy la liturgia; contemplemos a ese Jesús que, como nos dice el trozo de la lectura de la Carta a los Hebreos, aunque le pidió a su Padre que, si era posible hubiese otro camino, aceptó entregarse hasta la muerte, y muerte en cruz.

 

No fue una obediencia en rebeldía. A veces así lo hacemos: obedecemos porque no nos queda de otra o porque tenemos miedo a la pena o al castigo. Jesús obedeció a su Padre por amor a nosotros, para cumplir su misión, y se entregó plenamente en la confianza infinita del amor de su Padre.

Meditemos estos textos y entendamos que la Encarnación de Dios es para que nosotros movamos nuestro corazón a corresponderle a su amor; Él quiere que, desde nuestra libertad, le digamos que lo amamos, y ejerzamos ese amor en servicio de los demás para que encontremos todos el camino de la vida, el camino de la eternidad.

¡Que así sea!

+Carlos Cardenal Aguiar Retes

Arzobispo Primado de México





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