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Homilía pronunciada por el Card. Carlos Aguiar Retes en la INBG

“El amor consiste en que Dios nos amó primero” (1Jn. 4,10) Esta afirmación del Apóstol San Juan, en la Segunda Lectura que acabamos de escuchar, nos ayuda a descubrir la naturaleza del amor. El Amor que ama sin esperar recompensa, nos amó primero: nace, crece y se desarrolla, buscando hacer el bien a los demás, […]

“El amor consiste en que Dios nos amó primero” (1Jn. 4,10)

Esta afirmación del Apóstol San Juan, en la Segunda Lectura que acabamos de escuchar, nos ayuda a descubrir la naturaleza del amor. El Amor que ama sin esperar recompensa, nos amó primero: nace, crece y se desarrolla, buscando hacer el bien a los demás, al otro.

El amor –dice Jesús en el Evangelio (Jn. 15, 9-17)– es la fuente de la alegría. Por eso es tan importante descubrir el amor de Dios, al cual debemos aspirar porque hemos sido creados a imagen y semejanza de Él. Por ello es importante diferenciar con claridad, lo que hoy confunde nuestro mundo el amor con la atracción sexual.

La sexualidad es un proyecto de Dios muy hermoso, pero todavía no es el amor. La sexualidad es la forma como Dios quiere que salgamos de nuestra visión egocentrista. Desde niños somos amados, y en la adolescencia despertamos para darnos cuenta que no nos basta ser amados, sino que tenemos que corresponder al amor. Y esa es la tarea de todo ser humano: aprender a corresponder al amor. Para eso se da la atracción sexual.

Es tan egoísta el ser humano que necesita ser fuertemente atraído por el enamoramiento. Por eso nos ha hecho varón y mujer, para que nuestra vista pase a la otra persona, y no nos quedemos contemplándonos a nosotros mismos.

Pero la atracción sexual, Dios la completa con otro elemento, con el hermoso fruto del hijo, con la fecundidad. Y ahí es donde tenemos una experiencia generalizada –aunque lamentablemente con sus excepciones–, de como el amor divino puede realizarse en el amor humano. Lo tenemos en el ejemplo de los padres de familia, que siempre están pendientes de sus hijos. Aunque se porten mal, tratan siempre de ayudarlos, porque los aman.

Este amor materno y paterno nos habla ya, en expresiones humanas, del amor divino. Así actúa Dios con cada uno de nosotros: una y otra vez nos da la oportunidad de corresponder a su amor, como una y otra vez, papá y mamá están esperando la correspondencia de amor de sus hijos.

En ese desarrollo, la Palabra de Dios ofrece algunos elementos para intensificar nuestra manera de relacionarnos. La Primera Lectura narra la actitud tan hermosa que tiene el Apóstol Pedro de reconocer que Dios no hace distinción de personas (Hch. 10,34). Dios no distingue; a cada uno nos ama. Este es un primer elemento porque aquí se fundamenta la conducta social que Dios anhela de nosotros: el respeto a la dignidad humana, descubriendo que ese ser humano es una creatura de Dios, y que por ello debemos respetarla, independientemente de su conducta, tal como lo hace Dios con nosotros.

Segundo elemento: Pedro le dice a Cornelio –luego de arrodillarse ante él–: “Levántate, ponte de pie, pues soy un hombre como tú” (Hch. 10,26). Nadie se debe sentir superior a los demás, porque la condición para nuestra dignidad no son los oficios, ni los ministerios, ni las responsabilidades que otros nos piden tener. La dignidad que nos hace a todos ponernos en el mismo nivel, es nuestra condición humana.

Tercer elemento que ofrece la lectura. Dice el texto: “Dios no hace distinción de personas, sino que acepta al que le teme y practica la justicia” (Hch. 10,35). Debemos siempre descubrir este famoso temor de Dios, que no es miedo a Dios, sino que consiste en creer que Él existe y que Él es amor; y que por eso también, así como debo respetar a otro ser humano, principalmente debo recordar que Dios es nuestro principio, que está pendiente y ama a cada uno de nosotros. Ese es el temor de Dios: el reconocimiento de que de Él procedemos, y por eso lo necesitamos, y necesitamos escuchar su Palabra y atender lo que nos dice. Y practicar la justicia. Esa es la consecuencia de aceptar la dignidad de los demás.

Finalmente, el Evangelio (Jn. 15, 9-17) –que les recomiendo volver a leer en sus casas porque tiene una gran riqueza– afirma que es el Señor quien mueve las inquietudes para corresponder al amor. De ahí la importancia de la oración, que no es simplemente recitar fórmulas; esa es la oración infantil, la que hacemos en los primeros años de nuestra relación con Dios. La oración va más allá: es ese momento de encuentro con Dios, reconociendo su presencia.

En cualquier rincón donde nos encontremos, dirijámonos a Él para descubrir tanto las inquietudes que hay en nuestro corazón, como las que descubrimos cuando nos las comparten otros. Esas inquietudes vienen de Dios, como expresa hoy Jesús en el Evangelio: “No son ustedes los que me han elegido, fui yo quien los ha elegido; los he destinado para que vayan y den fruto, y su fruto permanezca” (Jn. 15,16).

Es el Señor quien mueve esas inquietudes hacia el bien, quien nos mueve al encuentro con los demás de una manera positiva, buscando la justicia, buscando la equidad y la dignidad de todos. Fíjense cómo en el Evangelio, Jesús siempre se dirige en plural porque ninguno de nosotros será capaz de darle cause a las inquietudes del Espíritu que mueve nuestro interior, si no es unidos los unos a los otros. De ahí la indispensable corresponsabilidad que tenemos de sumarnos.

Hoy, nuestra sociedad, lamentablemente cada vez más confrontada, necesita que nosotros, los discípulos de Cristo, demos testimonio de escucharnos, evitando imponer al otro lo que creemos que debe de ser, sino que compartamos lo que llevamos dentro, buscando siempre el bien, para que surja el verdadero diálogo, y no simplemente la confrontación de ideas que nos separan y nos polarizan, sino esos sentimientos del corazón que nos ayudarán a fraternizar y, como dice Jesús, a dar fruto.

Ése es el amor de Dios: corresponder al amor, descubriendo lo que hace Dios en el interior de cada uno de nosotros, y entrando en una corresponsabilidad social que nos permitirá que México sea expresión de la familia de Dios. Pidámosle a María de Guadalupe esta gracia, ya que para eso Dios la envió a nuestra Patria.

México está llamado, en torno de su Madre, a ser un pueblo fraterno, de justicia y de Paz. Que esa sea nuestra súplica en esta Eucaristía. ¡Que así sea!

+Carlos Cardenal Aguiar Retes

Arzobispo Primado de México