Homilía del II Domingo de Pascua Fiesta de la Divina Misericordia
”Los que habían creído tenían un solo corazón y una sola alma” (Hech 4,32). Este Domingo de la Divina Misericordia, segundo Domingo de la Pascua del Señor resucitado, presenta en la Palabra de Dios un eje muy importante que es la comunidad. La primera lectura así describe el inicio de la Iglesia “La multitud de […]
”Los que habían creído tenían un solo corazón y una sola alma” (Hech 4,32).
Este Domingo de la Divina Misericordia, segundo Domingo de la Pascua del Señor resucitado, presenta en la Palabra de Dios un eje muy importante que es la comunidad. La primera lectura así describe el inicio de la Iglesia “La multitud de creyentes tenían un sólo corazón y una sola alma” (Hech 4,32). También dice algo sobre la comunidad la segunda lectura, tomada del Apóstol San Juan cuando afirma cómo se forma esta comunidad de creyentes, la comunidad de los discípulos de Cristo, dónde nace, qué es lo que la hace surgir.
Escuchamos al Apóstol San Juan: “Todo el que cree que Jesús es el Mesías ha nacido de Dios, todo el que ama a un padre ama también a los hijos de éste. Conocemos que amamos a los hijos en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos” ( 1 Jn 5,1-2). Reconocernos que ser hijos de un mismo Padre es la fuente de donde surge la comunidad cristiana de los creyentes, de los nacidos en Dios.
Esta es la afirmación de la segunda lectura, indica de dónde surge nuestra fraternidad. Surge de nacer de Dios por el bautismo y, segundo, surge de reconocer entre nosotros que el otro es hijo del mismo Padre, mi Padre Dios.
Ahora, ¿la comunidad a qué está llamada? ¿por qué es tan importante? La primera lectura afirma que la comunidad es la que permite ir teniendo la disposición para ser solidarios. Particularmente lo expresa en los términos espirituales y económicos.
En los términos espirituales dice que tenían un sólo corazón y una sola alma. Cuando empezamos a tratarnos, a reconocernos como hermanos, a descubrir la riqueza que hay en el interior del otro, tenemos esta solidaridad espiritual. Por ejemplo, en la familia cuando el papá y la mamá generan hijos, y estos hijos se descubren hermanos, generan una solidaridad espiritual. Por eso el proyecto de la familia se les llama el proyecto célular de la vida de la Iglesia, porque genera en cada familia una comunidad para unirse a las otras comunidades.
Pero también se da la solidaridad económica. Esto lo vemos en la familia humana: papá, mamá, se ocupan de los hijos y ponen su aporte para que ellos tengan qué vestir, qué comer, cómo educarse e ir cuidando de su salud, poniendo también la casa en común.
Esto es lo que hace también la comunidad de creyentes desde el inicio de su fundación. Así narra la primera lectura: “Ninguno pasaba necesidad pues lo que poseían terrenos o casa los vendían. Llevaban el dinero y lo ponían a disposición de los Apóstoles y luego se distribuían según lo que necesitaba cada uno” (Hech 4,34). La comunidad de creyentes tiene estas dos características según la primera lectura: solidaridad espiritual y también gestar la solidaridad en lo económico.
Pero lo más hermoso es lo que cuenta el Evangelio de hoy porque ¿qué cosa es la más difícil?: es entendernos con quien piensa lo contrario a mí. Aceptar a aquel que tiene un posicionamiento distinto a lo que yo pienso, a lo que yo creo, a lo que yo acepto. Veamos cómo en este Evangelio narra que estaban reunidos los discípulos y se presentó Jesús resucitado en medio de ellos, pero no estaba uno de ellos, Tomás. Y él, como no le tocó esa experiencia de encontrarse con Jesús resucitado, no les creyó a sus compañeros. Y dijo: “Yo no creo hasta que lo vea”.
Es una posición contraria completamente a los otros que ya creían. Normalmente, en nuestros grupos humanos, incluso católicos, a veces, queremos que, alguien que nos estorba porque piensa distinto, porque actúa diferente: “Ojalá que se fuera porque nos está haciendo daño, está disturbando la unidad”. Así pensamos, sin embargo, este Evangelio afirma que la comunidad de los primeros Apóstoles, permitieron que Tomás, a pesar de que no creía en lo que ellos sí creían, lo aceptaron en el grupo. Y ¿qué pasó? Dice el texto: “Ocho días después, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada y Tomás estaba con ellos” (Jn 20,26). Lo habían aceptado y de nuevo se presentó Jesús y le dijo a Tomás: “Aquí están mis manos, acerca tu dedo, trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree. Tomás respondió: Señor mío y Dios mío” (Jn 20,27). ¡Es la maravilla de la comunidad!
La fe de unos sostiene la fe de otros, cuando están en la incertidumbre, en la duda, cuando están en una situación que desconfían y piensan que Dios los ha abandonado. La comunidad cristiana es entonces, el seno de una madre que siempre recibe, consuela y ayuda, el seno de una familia que es solidaria. Eso es la Iglesia.
Por eso es tan importante que generemos las comunidades cristianas en el seno de la misma familia, en los barrios, en los círculos de amigos, que nos reconozcamos miembros de esta multitud de creyentes en Jesucristo. Así mostraremos la misericordia a nuestros hermanos, escuchándonos, dialogando, intercambiando, compartiendo.
Que el Señor nos permita vivir esta experiencia cristiana en nuestra Iglesia.
Que así sea.
+Carlos Cardenal Aguiar Retes
Arzobispo Primado de México