En tiempos de confusión y violentos, la figura del Papa Francisco ha sido una presencia luminosa y profundamente humana Escribo estas palabras con un sentimiento encontrado: por un lado, con profunda tristeza, como quien se siente huérfano ante la partida de un padre; pero también con gratitud inmensa al Señor, porque tuvimos la gracia de vivir en el tiempo del Papa Francisco, el amigo de los pobres.

Se suele decir que cada Papa es el adecuado para su tiempo, y sin duda Francisco lo fue. El Espíritu Santo nos guía para que así sea. Por eso afirmo que fuimos afortunados de vivir en esta época, aunque esté marcada por el individualismo, la violencia y la falta de humanidad hacia quienes migran, están discapacitados, ya no producen o han envejecido.

Se suele decir que cada Papa es el adecuado para su tiempo. En el caso de Francisco, esa afirmación cobra especial sentido. Su carisma ofreció una orientación clara en medio de un mundo sacudido por crisis globales, como la pandemia o los conflictos a los que el mismo llamó una “tercera guerra mundial en pedazos”. En palabras del sociólogo Zygmunt Bauman Francisco fue una luz al final del túnel, un testigo de esperanza en medio de la incertidumbre.

No reduciría su legado a ser simplemente un “Papa social”, porque su acción no se limitó a combatir la pobreza ni a promover el asistencialismo de las buenas obras. Él nos recordó que la Biblia no habla de pobreza, sino de los pobres: hombres y mujeres concretos, con rostro, con historia, con una dignidad frecuentemente herida por un mundo que no sabe amar ni tener compasión. Francisco nos animó a dejar un cristianismo autorreferencial, encerrado en sí mismo, para salir —física y existencialmente— de nosotros y de nuestras estructuras eclesiales.

Tampoco lo definiría como un “Papa progresista”, como muchos intentan etiquetarlo. Como él mismo ha dicho, el Evangelio no se refiere a un cambio abstracto ni a un progreso material, sino a la transformación del corazón humano. Nos invita a vivir con solidaridad, hermandad, bondad y alegría; a servir, desde lo cotidiano y lo concreto, intentando seguir al Señor.

Estos y otros adjetivos —como “social” o “progresista”— simplifican e ideologizan la vida de la Iglesia y, sobre todo, la de un hombre que vivió con profunda alegría y sencillez evangélica. La vida de Francisco, en continuidad con toda su vida, fue la de un cristiano auténtico, un discípulo que amaba a Jesús y que vivía el Evangelio con alegría y sin añadiduras, como aquel “Poverello” de Asís.

Francisco mostró que los problemas de la Iglesia son también los problemas de la humanidad. Dentro de la Iglesia, inició una transformación profunda al poner a los pobres en el centro. Porque una Iglesia cercana a los pobres es una Iglesia verdaderamente evangélica, que se vuelve más humana, más inclusiva, que tiende puentes para vivir la vida con alegría, una iglesia madre que ama a todos sus hijos.

Y fuera de la Iglesia, su visión alcanzó lejanas periferias: desde cardenales provenientes de regiones en conflicto o antes no representadas, hasta su preocupación por el cuidado de la creación, el diálogo interreligioso y la relación con otros Estados, abogando en principio por los descartados. Estos procesos, aunque no siempre comprendidos ni bien recibidos y tantas veces no escuchados, pero que revelan a un hombre con una mirada de amor universal.

Soy un convencido de que Francisco era algo más que un líder con sensibilidad social. Fue, ante todo, un discípulo que amó a Jesús y vivió el Evangelio con autenticidad. No se trata de clasificarlo en categorías ideológicas, sino de reconocer en él a un testigo creíble del Evangelio, que nos animó a construir una Iglesia “pobre para los pobres”, como tantas veces soñó.

Con la bella nostalgia que deja lo que se ama profundamente, le decimos: hasta luego, Francisco. Gracias por recordarnos que, en medio de un mundo herido, todavía es posible vivir un cristianismo con compasión, con alegría y con esperanza.

César Cárdenas

Licenciado en Economía por la UNAM con especialidad en Economía de la Empresa. Es miembro activo de la Comunidad de Sant'Egidio desde el año 2011. Ha forjado su experiencia en el servicio a los pobres, especialmente con personas en situación de calle y niños de comunidades indigenas en la CDMX. En 2015 inició la Comunidad de San Egidio en la Colonia Roma, que acoge a más de 600 pobres por semana. Desde 2020 es responsable de la Comunidad de Sant'Egidio en México. A partir de 2023 forma parte de la Comisión Arquidiocesana de Diálogo de la Arquidiócesis Primada de México.

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