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Acuerdo China – Santa Sede: Caminando por un campo de minas

Yago de la Cierva / Coautor del documental “Dios en China”

Nadie sabe cuántos católicos hay en China. Ni sus obispos lo saben. Los cálculos varían entre 12 y 18 millones: más que en el Reino Unido e Irlanda juntos. Las cifras podrían ser mucho más abultadas, porque la tasa de conversiones es alta, sobre todo a las comunidades clandestinas, pero lógicamente nadie quiere dar un número que asuste más aún a las autoridades políticas, contrarias por definición a las “religiones extranjeras”.

Cualesquiera que sean las cifras, la relevancia del acuerdo entre China y la Santa Sede firmado el 23-9 en Beijing no depende de los números, sino que toca un punto esencial: la independencia de la Iglesia respecto al poder. Por eso ha despertado reacciones enconadas, a favor y en contra, a pesar del secretismo oficial en ambos lados. A ciencia cierta solo sabemos que tiene que ver con el nombramiento de obispos, y que –como ha dicho el portavoz vaticano– “no es el final de un proceso, sino su inicio”.

La situación de los católicos en China es compleja. Quienquiera que haya rezado con ellos sabe de su fe, de su piedad acendrada, de su generosidad. Los occidentales de paso por China que van a sus misas, regresan admirados del cuidado de la liturgia y de la participación de los fieles en oraciones y cantos. Quien escarba un poco más, sabe que debajo de esa libertad de culto subyace una completa falta de libertad religiosa: el gobierno nombra los obispos, administra los bienes, supervisa la formación de los seminarios. La llamada “conferencia episcopal china” es una marioneta del partido comunista, no reconocida –hasta ahora- por Roma.

Los católicos no están peor que los demás. Se controla igual a protestantes, budistas, musulmanes y taoístas. Por desgracia, la situación va a peor: la persecución violenta de Mao Zedong fue suavizada mucho por Deng Xiaoping a partir de 1979, y el aumento de las libertades individuales en el gigante asiático también benefició a los creyentes. Se construyeron nuevas iglesias, se abrieron seminarios (cerrados durante veinticinco años), abrieron editoriales católicas y hasta se pudo rezar públicamente por el Papa. Pero el liderazgo del actual presidente Xi Jinping se caracteriza por la vuelta a la represión. En los últimos meses se ha prohibido a los católicos que llevan a sus hijos a misa y a enseñarles el catecismo, se han prohibido peregrinaciones y websites cristianos, y se han demolido iglesias.

El actual gobierno también ha rechazado el acuerdo verbal logrado en el pontificado de Benedicto XVI, en que las autoridades nombrarían los obispos, pero entre una terna propuesta por la Santa Sede; y al plan de unir ambas jerarquías poniendo obispos fieles a Roma como auxiliares de los obispos oficiales de manera escalonada.

La Santa Sede camina por un campo de minas. Ha empezado cediendo, y no poco: ha aceptado el nombramiento de siete obispos nombrados por el gobierno, y ha puesto a obispos leales a Beijing a mandar comunidades que permanecían en la clandestinidad. No es pequeña la paradoja: católicos que permanecen ocultos porque piensan que la unión con Roma es pieza vital de la fe católica, tendrán que obedecer a un obispo nombrado y controlado por el partido comunista.



Al mismo tiempo, la Santa Sede no ha pedido nada a cambio para empezar a negociar, ni a los obispos legitimizados (a los que no se les ha solicitado que acepten el primado de Pedro), ni al Estado. Ni siquiera menciona la liberación de los obispos y sacerdotes clandestinos aún privados de libertad. Es un gesto de buena voluntad ante la nueva superpotencia mundial, siempre recelosa de quien califica negativamente el marxismo, considerado todavía un dogma del PCC, espina dorsal del gobierno chino y único aglutinador de un país enorme compuesto de muchas etnias.

La firma del acuerdo inaugura una nueva fase en la negociación, aunque solo sea porque la hace pública: hasta entonces, el gobierno chino negaba incluso la existencia de conversaciones. La nueva mesa de diálogo puede tener efectos positivos: convencer al gobierno que la Iglesia católica no es su enemigo, y dé más libertad a los católicos para auto organizarse, evangelizar y promover orfanatos, asilos y otras obras sociales con ayudas económicas de fuera del país. Como ha dicho el obispo de Hong-Kong, “la Iglesia no compite con el Partido [Comunista Chino] por el poder y la autoridad en este mundo”. Pero también puede salir mal: que los fieles y obispos clandestinos salgan a la luz, pierdan su libertad de creer lo que cree la Iglesia universal, y se les persiga duramente.

La noticia ha sido bienvenida como un logro más del Papa Francisco, capaz de conseguir el deshielo con China; pero no han faltado detractores, sobre todo de personas que se presentan como defensoras de las comunidades cristianas clandestinas, que serían la “moneda de intercambio” de una operación política. La falta de información de su contenido impide saber quién tiene razón, pero ninguna de las dos diplomacias se caracteriza por su transparencia.

Desde una perspectiva católica, y ante la insuficiencia de información, resulta prudente confiar en que los “hombres del Papa” en este tema saben lo hacen. En el fondo, no es la primera vez que la Santa Sede negocia con dictaduras comunistas. La novedad consiste si acaso en se replica el modelo de “Ost-Politik” vaticana de los años 60 y 70, en que la Santa Sede negociaba discretamente con los gobiernos de los países tras el Telón de Acero. Sin embargo, ese modelo fue abandonado en el pontificado de Juan Pablo II, que exigió que intervinieran la negociación los episcopados locales. Por eso, sorprendió que el único arzobispo chino que trabajaba en el Vaticano, el salesiano Savio Hon Tai-Fai, cercano a la Iglesia clandestina, fuera enviado el año pasado a Grecia como nuncio apostólico. Para los críticos, la ausencia de chinos en el equipo negociador, y en especial la falta de consultas a las comunidades clandestinas, no hacen presagiar nada bueno.

La cuestión va más a allá de la coyuntura asiática. Si la negociación acabara por aprobar expresamente que una autoridad civil nombre a las autoridades de la Iglesia, sería un paso atrás en la historia: volver a un patrocinio estatal de la Iglesia, pero esta vez no ejercido por reyes cristianos, sino por políticos ateos.

Una razón más para rezar por los colaboradores del Papa Francisco, para que la diplomacia vaticana consiga un verdadero milagro.





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