La aguja y el camello
“La vida es una serie de calamidades. Hay quien siendo rico no es feliz, y hay quien siendo feliz no es rico”
“Los discípulos quedaron asombrados por estas palabras”. Marcos (10,24ss), el evangelista, se limita a describir la reacción de los apóstoles, sin añadir nada más y sin explicarnos la razón de semejante asombro.
Otra traducción del mismo pasaje evangélico dice que “los discípulos estaban espantados”. ¡No
importa! Sorpresa, pasmo, espanto: sea lo que fuere lo que los apóstoles experimentaron en aquel momento, lo cierto es que no lograban comprender lo que el Señor trataba de explicarles. Les decía: “¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!”.
Ahora bien, ¿y por qué los discípulos experimentaron todas estas emociones que pudieron ir, como ya hemos visto, desde la sorpresa hasta el espanto o el terror? En realidad, es muy sencillo: porque, para los
contemporáneos de Jesús, la riqueza era un signo evidente –quizá sería mejor decir irrefutable- de la bendición divina. Si alguien era rico, era porque Dios lo había bendecido, ¿o no? Los ricos eran unos elegidos; y, puesto que lo eran, ¿por qué, entonces, se empeñaba Jesús en asegurar que les sería muy difícil salvarse?
¿En qué se basaba para afirmarlo? Para ser exactos, tres eran para los judíos de aquel tiempo los signos de esta bendición celestial: la vida larga, los muchos hijos y la abundante riqueza.
Pero Jesús vino a trastocarlo todo y ni tuvo vida larga –murió más bien joven, a los 33 años de edad, aproximadamente-, ni tuvo hijos, y era tan pobre que “no tenía dónde reclinar la cabeza” (Lucas 9, 58). Sí, los discípulos estaban escandalizados. Pero Jesús seguía diciéndoles: “¡Hijitos, qué difícil es para los que
confían en las riquezas entrar en el Reino de Dios!”. “Y ellos –dice el texto sagrado- se asombraron todavía más y comentaban entre sí: ‘Entonces, ¿quién puede salvarse?’”.
Por lo que puede verse, los apóstoles aún no saben de qué va la cosa. “Si a los ricos va serles difícil salvarse, siendo así que cuentan con la bendición de Dios, ¿entonces quién?”.
Ya antes de Cristo algunos sabios –muy pocos, es verdad- habían desacralizado la riqueza. Cuenta Heródoto, el padre de la Historia, que una vez Solón, el famoso legislador ateniense, hizo una visita al no menos famoso rey Creso de Sardes. “Éste -refiere nuestro historiador- le acogió en su palacio, y al
tercer o cuarto día ordenó que le mostrasen todos sus tesoros y riquezas, que eran inmensas. Cuando Solón lo hubo visto todo, Creso le dijo: “-¡Oh ateniense a quien de veras aprecio y a quien conozco bien por la fama de tu sabiduría y ciencia política! Respóndeme a la pregunta que voy a dirigirte: entre tantos hombres como has conocido en la tierra, ¿has visto alguno que, a tu parecer, sea completamente dichoso?”.
Espejito, espejito, ¿quién es la reina más bonita?, preguntaba la bruja del cuento. Creso esperaba que Solón le respondiera como lo hizo el espejo y le dijera: “Tú, porque eres el hombre más rico de la tierra”. Pero Solón, que era muy sabio, le respondió así: “-Tellos, el ateniense. Porque estando su patria floreciente vio crecer y prosperar a sus hijos, todos hombres de bien, y crecer a sus nietos en medio de la más risueña perspectiva; y también porque, siendo estimado de todos, encontró una muerte gloriosa en la batalla de Eleusis, luchando contra los enemigos de la patria”.
¡Creso estaba desconsolado! “Pero, ¿y después de Tellos, el ateniense?”, preguntó para ver si ahora, por fin, le tocaba el turno a él. Pero Solón respondió de esta manera: “A dos hermanos ciudadanos de Argos, llamados Bitón y Cleobis, que gozaban en su patria de una excelente medianía, y eran robustos y valientes, y obtenían coronas en los juegos públicos de los atletas. Estos dos, en una fiesta dada en honor de Juno, estando su madre paralítica y faltándoles caballos que enganchar a su carro, se uncieron ellos al carruaje y llevaron en triunfo a su madre, en una distancia de más de cuarenta y cinco estadios.
Y el cielo quiso mostrar que a esos hombres piadosos les conviene más morir que vivir, porque después de esta hazaña, pasada la fiesta de Juno, durmiéronse los dos hijos y la madre en un profundo sueño del que no despertaron ya, cosa que considera el pueblo como un espacial favor de los dioses”.
Creso no puede ya más y pregunta a Solón: “¿Conque tan poco aprecias, amigo mío ateniense, la riqueza que yo poseo? ¡No te has dignado considerarme ni siquiera el segundo de los hombres más dichosos!”. Respondió Solón: “Ahora, Creso, sois un monarca al que todos obedecen, pero no me atrevo a daros el nombre de dichoso que ambicionáis hasta que sepa que habéis terminado el curso de vuestra vida”. Y terminó el legislador su entrevista con estas aladas palabras: “La vida es una serie de calamidades. Hay quien siendo rico no es feliz, y hay quien siendo feliz no es rico”.
¡Así es! El rico del evangelio no era feliz; su insatisfacción queda patente con la pregunta que hace al Señor: “¿Qué más me falta?”. Algo le faltaba, evidentemente, y él lo echaba de menos. Y luego “se fue triste, porque tenía muchos bienes”. Como Creso, hay muchos que se creen felices sólo porque tienen dinero. ¡Pues bien, que lo sepan: lo acumulan para la muerte! Ya en el siglo IV decía San Agustín: “El dinero es un mal amigo que, en cuanto te dispongas a abandonar este mundo, se irá con otro”. ¿Dónde está ahora el dinero de ese rico que no se atrevió a seguir a Jesús? ¿Quién se quedó con él? De haber querido andar con Jesús, otro hubiese sido su destino. Pero no quiso. No se atrevió.
Y hoy no tenemos ni dinero ni santo. Tal vez, ya en su vejez, se preguntaría al recordar su encuentro con el Señor: “¿Por qué no me atreví?”. Pero era ya demasiado tarde. “¿Por qué no me atreví?”: he aquí la pregunta más desoladora que puede hacerse un hombre a sí mismo en su lecho de muerte.
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Julio Camba