Todos los bautizados somos sacerdotes con Cristo sacerdote
Los bautizados participamos de su sacerdocio, cada uno según nuestra vocación específica.
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El Concilio Vaticano II, recogiendo las enseñanzas de la Iglesia Católica, afirma en la Constitución dogmática sobre la Iglesia (Lumen Gentium) que: “Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, de su nuevo pueblo ‘hizo… un reino y sacerdotes para Dios, su Padre’ (Ap 1,6; cf. 5,9-10).
Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P 2,4-10)”.
Esto significa que todos aquellos que hemos sido bautizados, somos sacerdotes con Cristo Sacerdote, puesto que todos participamos de su sacerdocio, cada uno según su vocación específica.
Por sacerdocio -en el lenguaje común-, solemos entender el ejercicio del ministerio de los obispos, presbíteros y diáconos, y en un sentido es correcto, pero en el contexto de la afirmación de la Lumen Gentium, se refiere ante todo a una actitud interior que marca el modo personal de vivir la propia vida, y que responde al modo como Jesucristo, el Señor, se vivió a sí mismo.
El sacerdote es mediador entre Dios y la humanidad. Entiende la realidad que vive el Pueblo de Dios e intercede por él ante Dios, ofrece sacrificios de expiación por las propias culpas y las ajenas, o de alabanza y de gratitud hacia Dios.
La Iglesia reconoce a Jesucristo como nuestro Sumo y Eterno Sacerdote, pues desde el momento de su encarnación y hasta su muerte en cruz, vivió ofreciéndose a Dios por la salvación nuestra.
Siguiendo su ejemplo, todos nosotros -independientemente de nuestro género de vida, de nuestro ámbito cultural, de nuestra condición social o de nuestras opciones profesionales y/o vocacionales-, estamos llamados a vivir nuestra vida, con la misma actitud con la cual Cristo vivió la suya.
Asociados a su misión salvadora, tú como laico, en el ámbito de tu casa, de tu trabajo, de tu relación con las personas que te rodean y de las actividades que realizas en la sociedad, puedes vivir en una actitud oblativa, haciendo de tu vida, junto con Jesús y como Él, un verdadero sacrificio de expiación y de alabanza. Yo, como obispo, en el modo de vivir mi vida cotidiana y en las actividades propias de mi ministerio pastoral, vivo también el sacerdocio de Cristo, del cual participo.
En efecto, dice la Lumen Gentium, “el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo”.
En el respeto de la diferencia de ambas vocaciones, somos invitados a vivir todos con la misma actitud y apoyarnos mutuamente en el ejercicio ordinario de lo que específicamente toca a cada uno.
Conscientes de la grandeza y la importancia de nuestra vocación sacerdotal, es muy importante que vivamos comprometidos con ella y sepamos expresarla, día a día, en medio de nuestras ocupaciones.
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De igual manera, es necesario que aprendamos a ser corresponsables con la vocación de los demás; que los fieles laicos aprecien y apoyen la vocación sacerdotal de los consagrados y de los ministros ordenados y que, por su parte, ellos valoren, agradezcan y promuevan el ejercicio del sacerdocio regio de los fieles laicos.
De esta forma, todos -laicos, consagrados y ministros ordenados-, “cual piedras vivas, entramos en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por mediación de Jesucristo” (1Pe 2, 5).
*Mons. Daniel Rivera es Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de México.
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