El Papa Francisco ha querido que el Jubileo ordinario del año 2025 sea una ocasión para fortalecernos en la esperanza, entendiéndonos y viviéndonos, personal y comunitariamente como “Peregrinos de Esperanza”.
Es por ello, que he decidido compartir una vez más con los lectores de Desde la fe, durante este año jubilar, algunas reflexiones que hace algún tiempo ya había puesto a su consideración y que tienen que ver, justamente, con la esperanza.
Al fijar la mirada en el camino milenario de la humanidad, en la historia de las culturas y de las naciones, así como en la trayectoria personal de cada ser humano, es posible percibir la presencia de una disposición interior que anima e impulsa a las personas y a los pueblos hacia adelante: la esperanza, es decir, la confianza en un futuro mejor, acompañada de un deseo de construir y alcanzar una realidad cada vez más prometedora y venturosa.
Cuando revisamos con atención el devenir de los pueblos y de los hombres, y advertimos el desarrollo y los alcances obtenidos en el transcurso de los siglos, descubrimos también una actitud interior que nos ha hecho y nos hace mirar hacia adelante, estar en camino, construir un presente y un futuro.
A ese deseo natural de mayor plenitud y a la confianza en que ese deseo puede hacerse realidad, le llamamos esperanza.
En este sentido, podríamos definir la esperanza como una disposición y disponibilidad en el ser humano para desear bienes futuros y confiar en que se pueden alcanzar mediante el compromiso y el trabajo. Deseo y confianza, son dos notas esenciales de la esperanza.
Cabe decir que la esperanza es una realidad constitutiva de la condición humana, un elemento decisivo para la calidad de vida y la salud existencial y espiritual de todo hombre.
Sin la esperanza, la existencia se empobrece y corre el riesgo de naufragar en el absurdo y en la angustia.
Ninguna persona puede vivir sin esperar nada, pues resultaría fatídicamente dañada la calidad espiritual de su vida; más aún, el sentido de su vida.
Vivir sin creer en nada ni en nadie, sin confianza, sin ilusiones, sin metas y sin un sentido, es entregarse al suicidio espiritual.
En toda persona humana existe una tendencia natural hacia el sentido, una necesidad vital de encontrar o darle a la propia existencia un sentido, una dirección, una razón de ser, un objetivo, orientando la vida hacia alguien o hacia algo.
Víctor Frankl escribió que “[…] la existencia se desploma y se viene abajo cuando no se trasciende a sí misma, cuando no sale de sí misma para alcanzar algo que está más allá de ella[1].
Desafortunadamente, a veces encontramos rostros desfigurados por el desaliento y por la desesperanza; personas, incluso jóvenes, sin ilusiones ni proyectos, cansadas de vivir, sin expectativas y sin ánimos de luchar, con una actitud negativa y derrotista ante todo. En estos casos ha naufragado la esperanza. Por eso, acertadamente Emil Brunner compara la esperanza con el oxígeno en la sangre, imprescindible para la vida:
La esperanza para la existencia humana es como el oxígeno para el pulmón. Si falta oxígeno viene la muerte por asfixia. Si falta esperanza viene esa dificultad de respiración que se llama desesperación, parálisis de la expansión espiritual por un sentimiento de la nada o el sinsentido de la vida. El abastecimiento de oxígeno decide sobre la vida de los organismos, el abastecimiento de esperanza sobre el destino de la humanidad[2].
Desear, confiar, perseverar y vivir con-sentido, es un conjunto básico de disposiciones interiores que ayudan a cultivar una vida esperanzada.
Pero no olvidemos que el objeto y el fundamento último y definitivo de nuestra esperanza es Dios mismo, quien a través del bautismo ha infundido en nuestras almas la esperanza como virtud teologal, perfeccionando así nuestra natural capacidad de esperar y confiar.
Para los discípulos de Cristo, la esperanza no es una utopía, ni un simple optimismo. Es la confianza plena en que Dios está presente en los caminos de la historia, acompañando, asistiendo y auxiliando a todo ser humano, aunque muchas evidencias y situaciones desoladoras parezcan indicar lo contrario. Así lo señala san Pablo:
¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿La aflicción? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada? En todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado (Rm 8,35.37).
[1] V. FRANKL, Psicoanálisis y existencialismo. De la psicoterapia a la logoterapia, FCE, México 1978, 111.
[2] E. BRUNNER, La esperanza del hombre, Descleé de Brouwer, Bilbao 1973, 13.
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