Cristo resucitado, fundamento de nuestra esperanza
Participa cada lunes a las 21:00 horas (tiempo del centro de México) en La Voz del Obispo en Facebook Live. Este lunes 25 de abril podrás conversar con el autor de este texto de Mons. Luis Manuel Pérez Raygoza, Obispo Auxiliar. Los apóstoles y muchos discípulos de Jesús, entre ellos los de Emaús, experimentaron […]
Participa cada lunes a las 21:00 horas (tiempo del centro de México) en La Voz del Obispo en Facebook Live. Este lunes 25 de abril podrás conversar con el autor de este texto de Mons. Luis Manuel Pérez Raygoza, Obispo Auxiliar.
Los apóstoles y muchos discípulos de Jesús, entre ellos los de Emaús, experimentaron una lacerante tristeza y frustración al pensar que con la muerte de Cristo se habían derrumbado todas sus esperanzas.
Esos mismos sentimientos podrían apoderarse de nosotros al contemplar cada día, en diversos hechos y realidades, el imperio del mal y de la muerte, aparentemente invencibles: familias divididas, matrimonios fracturados, adolescentes y jóvenes desorientados; enfermos, pobres y afligidos atormentados por diversos males. Ni qué decir de tantas situaciones de mal y de muerte que cotidianamente manifiestan la deshumanización y la corrupción moral a las que hemos llegado en México: crimen organizado, secuestros, trata de personas, ejecuciones realizadas con saña diabólica, divisiones y confrontaciones de índole político, corrupción, injusticia, atentados hacia la familia, la sexualidad y la vida como Dios las creado, y un largo etcétera. Sobre la guerra, especialmente en Ucrania, las palabras son insuficientes.
Y sin embargo, a despecho de todo lo arriba mencionado, los cristianos estamos celebrando la Pascua de Resurrección.
¿No será un contrasentido celebrar la Fiesta de la vida, de la luz y de la belleza en medio de tanta muerte, oscuridad y los horrores generados por el mal?
Celebrar la Pascua no es un contrasentido, pues en ella confesamos y celebramos que el Señor Jesucristo está vivo, que ha resucitado, que ha vencido a la muerte, que él vive y está entre nosotros y que, por lo tanto, el pecado, el sufrimiento y la muerte no tienen la última palabra. Éste es el motivo de nuestra alegría y el fundamento de nuestra esperanza, que no se reduce a simple optimismo o a buenos deseos.
Cuando María Magdalena, Pedro y Juan buscaban a Jesús en el sepulcro, el ángel les dijo: “No está aquí, ha resucitado”. Tampoco nosotros debemos buscar a Cristo entre los muertos. Él vive y está junto a nosotros, más aún, por la gracia del Bautismo está en nosotros, vive en nosotros. Y al estar con nosotros y en nosotros, comparte todas las vicisitudes de nuestro peregrinar terreno, nos comprende y nos acompaña; nos abraza cuando parece que la muerte se impone.
La Pascua de resurrección es por excelencia la fiesta de la vida. Dios quiere que vivamos. Por eso nos ha dado a su Hijo, quien nos ha asociado a su muerte y Resurrección por medio del Bautismo para hacernos partícipes de su propia vida. Por eso, celebrar la Resurrección de Cristo es también celebrar la vida nueva que Dios nos ha dado a través del Bautismo.
Sólo en Cristo muerto y resucitado está el manantial de la vida. Sólo él puede hacer nuestra vida más bella y dichosa; sólo en Él encontramos luz para nuestros pasos, sólo Él le da sentido a lo que somos y a lo que hacemos, sólo en Él ha de estar nuestra esperanza. Por eso en la noche de Pascua hemos cantado: “Cristo, luz del mundo”; “Cristo es “principio y fin, Alfa y Omega, suyo es el tiempo y la eternidad”.
Si acaso en nuestras vidas sentimos el peso de la oscuridad, del vacío, del sin sentido o de la muerte, no perdamos la esperanza: Cristo es nuestra luz, Cristo es nuestra paz, Cristo es nuestra victoria. Él, el Resucitado, es capaz de disipar todas nuestras oscuridades, Él, que “volviendo del abismo brilla sereno para el linaje humano”, es capaz de salvarnos y de hacer nueva nuestra vida personal, familiar, eclesial, social. Que la certeza jubilosa de la Resurrección y la renovación de nuestras promesas bautismales, nos llenen de un gozo tal que compartamos con los demás esta alegría y hagamos patente que vale la pena seguirlo.
No nos quedemos esta alegría sólo para nosotros mismos. Anunciemos a Cristo, compartamos con otros el júbilo pascual, testifiquemos con nuestra propia vida que Cristo está vivo y que, con su vida, hace más hermosa y más noble la nuestra; como discípulos y misioneros colaboremos en la construcción del reino de Dios, sembremos paz, vida y esperanza donde parece que solo hay muerte.
¡Cristo ha resucitado, aleluya, aleluya!
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