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COLUMNA

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Un duelo sutil

Jesús, lo que en realidad ha hecho es sacar el mandamiento del amor al prójimo del rincón en el que se hallaba relegado

23 mayo, 2025

La pregunta que el doctor de la ley hace a Jesús no es del todo inocente: “En aquel tiempo, habiéndose enterado los fariseos de que Jesús había dejado callados a los saduceos, se acercaron a él. Uno de ellos, que era doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba…” (Mateo 22, 34-35). El grupo de los fariseos ha escogido a su mejor gallo, al más preparado de entre ellos para tenderle una trampa. Pero, ¿dónde está la trampa exactamente? ¡No la vemos por ningún lado!

Y, sin embargo, el evangelista dice que la pregunta del doctor no había sido formulada con la mejor de las intenciones. Veamos, pues…

El letrado, fingiendo ignorancia, pregunta con inocente tono: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley? Jesús le respondió: ‘Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Éste es el más grande y el primero de los mandamientos’” (Mateo 22, 36-37).

En este punto de la respuesta, el fariseo debió de haberse mostrado muy contento. Sí, ése era el primero de los mandamientos, en efecto, y todo judío, tres veces al día todos los días, debía decirlo para no olvidarlo: “Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios…”.

Ahora bien, si Jesús se hubiese detenido aquí, el fariseo habría ganado la partida. Porque entonces, con todo derecho, hubiera podido decir: “¿Lo ves, maestro? ¡Amarás al Señor tu Dios! Ese es el mandamiento mayor de todos. ¿Y cómo le demuestra uno a Dios que efectivamente lo ama si no es cumpliendo sus preceptos? ¡Pero tú no los cumples, Jesús! ¿Por qué, por ejemplo, no guardas el sábado? ¡Tú curas en sábado y cortas espigas durante el día santo! En segundo lugar, tus discípulos no ayunan, y tú mismo -¡no lo niegues!- te sientas con escandalosa frecuencia a la mesa de los pecadores. Si se te antoja, respetas el sábado, pero si no se te antoja, no lo respetas. ¿Por qué haces lo que te da la gana? ¡Tú, pues, no amas a Dios! ¡No cumples el primero y más importante de los mandamientos!…

Sí, todo esto hubiera podido haberle dicho el doctor de ley de haberse Jesús detenido allí; pero Jesús no se detuvo, sino que prosiguió de la siguiente manera: “Y el segundo es semejante a este: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En estos dos mandamientos se fundan toda la ley y los profetas” (Mateo
22, 39-40). ¡Ah, el fariseo no se esperaba esta continuación, ni estaba preparado para tal respuesta! ¡De ninguna manera se la esperaba! Porque Jesús, aunque también cita aquí literalmente la Escritura, lo que en realidad ha hecho es sacar el mandamiento del amor al prójimo del rincón en el que se hallaba relegado para ponerlo en un plano de igualdad con el primero. ¡Se trata de una auténtica revolución! Los expertos están de acuerdo en admitir que lo que Jesús hizo al responder así fue en verdad una proeza: desempolvar un mandamiento que estaba como olvidado y al que en la práctica los maestros de Israel no prestaban demasiada atención ni le daban demasiada importancia. En efecto, dice el libro del Levítico 19, 18: “No te vengues y no guardes rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, Yahvé”.

A este respecto dice el biblista alemán Johannes Schilderberger: “La grandeza de Jesús no consiste en haber acentuado el amor a Dios, que aparece ya en una posición prominente en el Antiguo Testamento y que era recitado diariamente en las oraciones de la mañana y de la noche en el Shemá (“¡Escucha!”), sino en haber sacado el amor al prójimo de su oculto rincón y haberlo colocado en un puesto honroso”. ¡Vaya cosa: poner al hombre al mismo nivel de Dios! Esto era inconcebible, inaudito. Hoy un musulmán se resistiría a aceptar algo semejante, pues para él, Dios es Dios y el hombre es sólo el hombre.

¡De ninguna manera se pueden poner en el mismo plano!

Mediante esta respuesta inesperada, Jesús ha tapado la boca al maestro de la ley: “Sí –parece responderle-, es verdad que amar a Dios es lo más importante, pero, mira: el prójimo también cuenta, y más de lo que te imaginas. Si yo hago curaciones en sábado es por amor a los hombres. ¿Puedes comprender esto? Y si me siento a la mesa con los pecadores, como llamas a tus hermanos, es porque
no son los sanos los que necesitan del médico, sino los enfermos. Si uno de tus bueyes o uno de tus asnos caen en un hoyo, ¿no los sacas de allí aunque sea en sábado? ¡Pues lo mismo hago yo!”. Jesús ha ganado la partida, ha vencido a su adversario en este duelo sutil.

El secreto de la vida está, pues, en amar. Amar a Dios y amar al prójimo. Amar a Dios: esto es lo que no hace ya Occidente, el Occidente ateo en el que nos tocó vivir. Y amar a al prójimo: lo que no hacen los fundamentalistas de ninguna religión o credo. La Religión cristiana es el equilibrio y la armonía. ¡Ay de
los que sólo aman a Dios, pero no aman a nadie más! Suele ésta ser gente terrible, intolerante y déspota. ¡Dios nos libre de ella! Para con Dios son dulces, pero con sus hermanos son amargos. Yo conozco gente que sólo ama a Dios, y déjenme decirles: tratarlos es una experiencia insufrible. Pero en el extremo opuesto está la gente que sólo ama al prójimo –o eso dice-, pero a la que Dios le tiene sin cuidado. También esta gente suele ser peligrosa: ¡cuidado con ella! Los ejemplares de esta raza son altruistas, generosos, activistas –o por lo menos eso aparentan ser-, pero a menudo ególatras y protagónicos. Más que amar al prójimo, lo utilizan para sus fines: a ellos lo único que les interesa, como se dice, es salir en la foto… ¡Ah, Dios también quiere ser amado! Pero quiere serlo por una razón: porque en amarlo está la felicidad del hombre. “Nosotros –dice San Juan- hemos recibido de Él este mandamiento: que el que ame a Dios, ame también a su prójimo” (1 Juan 4, 21). Y añadiríamos nosotros –pues vivimos en una época secularizada que el discípulo amado no conoció-: “Y que el que dice amar a su prójimo, que ame también a su Dios”.