Teoría y práctica del servilismo
¿Que los jefes se equivocan? Es cierto que se equivocan, y no una, sino innumerables veces; es más, creo que no hacen en la vida otra cosa que equivocarse
¿Quiere usted, no digo ya salir de pobre, sino llegar alto en la vida? ¿Se ha aburrido de su vida pequeña y monótona y acomodarse en las nevadas cumbres del poder? ¡Sí, son nevadas esas cumbres, y desde ellas se divisa todo el panorama! ¿Anhela que los demás lo traten con respeto e inclinen la cabeza a su paso?
Pues bien, por ser usted mi amigo, le diré en secreto cómo se consigue. En primer lugar, déjeme preguntarle: ¿conoce usted personas que dicen todo lo que piensan? Son francos, honestos, sinceros, pero imprudentes. ¡Nunca llegarán a nada! Levantan la voz incluso ante su jefe, pero si hay algo que no
perdonan nunca los jefes es que les levanten la voz. Estos individuos de los que hablo son fogosos y, si cabe decirlo así, apasionados. Sin embargo, nada hace tanto mal a los buscadores del poder como la pasión. ¡Ya tendrá derecho a serlo cuando llegue a la meta! ¡Ya lo será más tarde! Por ahora lo que se espera de él es que no hable, o, si lo hace, que diga lo que conviene siempre en un tono menor.
¿Que los jefes se equivocan? Es cierto que se equivocan, y no una, sino innumerables veces; es más, creo que no hacen en la vida otra cosa que equivocarse. Pero, ¿les haremos ver sus errores? El que aspira a las alturas deberá abstenerse de ello, limitándose a aplaudir los yerros de su soberano. Después de todo, si lo piensa usted bien, a nadie le gusta oír decir que está, desde hace mucho tiempo, equivocado. ¡Ya el jefe lo sabrá por otros, por los sinceros! No es necesario que el siervo fiel se lo eche en cara.
¿Ha notado usted, amigo mío, que los avaros hablan siempre en voz baja? Pareciera que cuchichean, que conspiran. Es que les da miedo gastar demasiado aire. Pues bien: usted deberá imitarlos. Más que hablar, bisbiseará, y así su jefe podrá decir: “Este hombre es de mis confianzas”.
Siervo, servil: es lo mismo. De lo que se trata es de tener un alma rastrera o, si lo prefiere usted, arrastrada, que también es lo mismo. Supongamos, por ejemplo, que el candidato al poder tiene un amigo llamado I., y que este tal I., por ser demasiads amigos, o franco, se ha malquistado con sus amos y señores.
¿Qué va a hacer usted para favorecerlo, puesto que es su amigo? ¿Pelearse con los grandes para simpatizar con los pequeños? Nada de eso, sino que lo negará tres veces, según sabemos que hizo Pedro con Jesús, su amigo.
¿Recuerda usted el pasaje al que he hecho alusión? Es muy conocido; pero si no lo recordara, aquí lo tiene usted:
“Estaba Pedro abajo, en el patio, cuando una criada del sumo sacerdote, viendo que Pedro se calentaba, se le queda mirando y le dice:
“-Tú también estabas con el Nazareno, con Jesús.
“Él lo negó.
“-No sé ni entiendo lo que dices.
“Salió al zaguán y un gallo cantó. La criada lo vio y volvió a decir otra vez a los presentes:
“-Éste es uno de ellos.
“De nuevo lo negó. Al poco tiempo también los presentes decían a Pedro:
“-Realmente eres uno de ellos, pues eres galileo.
“Entonces Pedro empezó a echar maldiciones y a jurar que no conocía al hombre del que hablaban. Al instante cantó por segunda vez el gallo. Pedro se acordó de lo que le había dicho Jesús: ‘Antes de que el gallo cante dos veces, me habrás negado tres’. Y rompió a llorar” (Marcos 14, 66-72).
¿Hizo mal Pedro negando a su Maestro? Según la filosofía del servilismo, hizo muy bien. ¡Cuando de lo que se trata es de salvar el propio pellejo no hay amigo que valga! El alma servil no dudará, pues, en decir cuando las circunstancias lo empujen a ello: “En verdad, no conozco a ese hombre”. Y repetirá la misma afirmación –quiero decir, la misma negación- cuantas veces le pregunten si es su amigo. ¿Por qué el malhadado I. tenía que enemistarse con los poderes establecidos? ¿Por qué se le ocurrió entrar en conflicto con los poderes fácticos, como hoy se los llama? ¡A negarlo! ¡A decir que no se le conoce! Y si le remuerde la conciencia, ya llorará como Pedro, pero solo en un rincón.
No obstante, hay aún otro personaje que el buscador de la gloria –hablo de la gloria puramente terrestre- deberá contemplar más de cerca. Este personaje aparece, para más señas, en el capítulo 18 del evangelio de san Juan. Jesús, el amigo de Pedro, ha sido llevado ante el Sanedrín, el consejo de ancianos de Israel, el grupo de los poderosos del país, y es interrogado severamente por ellos.
“El sumo sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y su enseñanza. Le contestó Jesús: ‘Yo he hablado públicamente al mundo; yo he enseñado siempre en sinagogas o en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada a escondidas. ¿Por qué me interrogas? Interroga a los que me han oído hablar: ellos saben lo que les dije’. Cuando dijo aquello, uno de los guardias presentes dio un bofetón a Jesús y le dijo: ‘¿Así respondes al sumo sacerdote?’” (vv. 21-22). ¿Quién era este guardia? ¿De dónde salió? ¿Cómo se llamaba? Lo que importa aquí no es eso, sino que comete un acto de servilismo ejemplar.
Seguramente, mientras abofeteaba a Jesucristo, miraba al sumo sacerdote como diciéndole: “¡No permitiré que nadie hable mal de mi jefe! ¿Entendiste? ¡Nadie!
Además, yo por mi jefe sería capaz de cualquier cosa!”.
El jefe tiene siempre la razón, y nadie va a levantarle la voz. ¡Ah, amigo mío! Este guardia merece un ascenso. Y seguramente fue ascendido, porque los amos agradecen siempre este tipo de servicios…
He aquí una máxima que, si es cumplida al pie de la letra, lo llevará a usted en poco tiempo a las cumbres más altas: “Del caído, aléjate”. Y si alguien te pregunta por él, di sencillamente que no sabes quién sea, aunque hayan sido hasta hace poco los mejores amigos. Adiós.