Simpliciano y el traductor
El cristiano, para serlo de veras, debe, por así decirlo, dejarse ver. Recitar el Credo en la Iglesia es nuestra definición existencial, nuestra toma de postura
Desde hace algunos años es moda hablar de “Iglesia invisible”, de “cristianos anónimos” y de cosas así para referirse a aquellos hombres y mujeres que, sintiendo alguna simpatía o atracción por el cristianismo, aún no son cristianos ni en la teoría ni en la práctica; es más, su comportamiento puede que
sea todo lo abnegado que uno quiera, e incluso hasta evangélico en varios aspectos, pero sus ideas todavía no lo son, o, en todo caso, aún no han querido o no han tenido tiempo de serlo. Tras el Concilio Vaticano II hubo una reivindicación general de estos “cristianos anónimos” por parte de teólogos muy
avanzados, pero la verdad es que yo no estoy seguro siquiera de que existan.
Pues, así lo he venido creyendo y ahora lo creo todavía más, o la Iglesia es visible o no es todavía la verdadera Iglesia de Cristo.
¿Iglesia no significa asamblea? ¿Cómo, pues, puede existir en este mundo una asamblea de espíritus? Por lo tanto, tampoco suelo tomarme en serio eso de “Iglesia invisible”, por más que algunos me piden que medite más en el asunto.
Yo he meditado, pero la conclusión a la que siempre llego es ésta: el cristiano, para serlo de veras, debe, por así decirlo, dejarse ver. Recitar el Credo en la Iglesia –delante de otros, también cristianos- no es cosa de nada: es nuestra definición existencial, nuestra toma de postura.
En el libro octavo de sus Confesiones cuenta San Agustín (354-430) que un día fue a visitar a un hombre llamado Simpliciano. Era éste un sacerdote docto y piadoso al que solían acercarse las almas sedientas de Dios. Agustín andaba por entonces en proceso de búsqueda y aunque era ya casi cristiano por sus ideas –era ya un “cristiano anónimo”, según dirían los teólogos de los que he hablado- aún no lo era por sus costumbres. He aquí su situación de entonces contada por él mismo: “Mi deseo era conversar con Simpliciano sobre los ardores que me quemaban, para que él me dijera, conociendo mi condición, cuál podía ser el modo de andar por tus caminos. Andaba ya hastiado de mis ocupaciones mundanas, que se me habían vuelto muy pesadas, pues para soportar su servidumbre no tenía ya el aliciente de mis viejas ambiciones de gloria y de dinero. Todo esto había dejado de agradarme a causa de tu dulzura, sí, pero me retenían con tenacidad los lazos de una mujer» (Confesiones VIII, 1, 2).
La razón teórica, en su caso, aún no primaba sobre la razón práctica. Le encantaba la idea de ser cristiano, pero no el tener que decir adiós a una mujer que era también, para él, una delicia. ¿Qué hacer? ¿Qué camino tomar? ¿Qué ruta seguir? Por un lado…, pero por el otro… Fue entonces, según cuenta, cuando
decidió ir a ver a aquel presbítero prudente:
“Busqué, pues, a Simpliciano, y cuando le mencioné que había leído algunos libros platónicos traducidos al latín por Victorino, famoso retórico de Roma de quien había yo sabido que murió cristiano, Simpliciano se congratuló conmigo. Y en seguida, para exhortarme a la humildad de Cristo, me habló de Victorino, a quien en otro tiempo había tratado en Roma con mucha familiaridad; y de él me contó algunas cosas que no puedo callar” (VIII, 2, 1).
¡Este mundo –como dicen algunos- es realmente un pañuelo! ¿Cómo era posible que Simpliciano y Victorino se conocieran? Pues sí, se conocían, y hasta eran amigos. “Victorino, anciano doctísimo en todas las disciplinas liberales, había leído, juzgado y elucidado muchos libros y había sido maestro de muchos nobles senadores, que le tenían en tanta reputación que le habían concedido el alto honor, aceptado por él, de erigirle una estatua en el Foro Romano. Hasta ese momento había sido Victorino adorador de los ídolos y tomado parte en los sacrílegos actos de culto que practicaban entonces con fervor casi todos los nobles romanos” (VIII, 2, 2).
Un buen día, sin embargo, Victorino hizo a su amigo Simpliciano la siguiente confesión: “Ahora soy cristiano”. Pero éste, en vez de dar saltos de alegría, arqueó las cejas y sonrió con escepticismo. ¿Cristiano? ¿Desde cuándo? Se trataría, en todo caso, de una conversión meramente intelectual, porque el tal Victorino no se dejaba ver nunca en las asambleas ni en las celebraciones:
“-Has de saber que ya soy cristiano.
“-No te creeré mientras no te vea dentro de la Iglesia.
“-¿Quieres decir que son las paredes las que hacen a los cristianos?
“Es que entonces –explica san Agustín- temía Victorino ofender a sus amigos. Pero tras mucho leer y anhelar comenzó a sentirse más firme y a temer que Cristo lo negase delante de los ángeles si él no se atrevía a confesarlo de los hombres (Mateo 10, 32)…
Así llegó un momento en que no pudo ya soportar la vergüenza de la idolatría y cobró ánimos frente a la verdad. Y un día, al decir de Simpliciano, le dijo de repente: ‘Vamos a la Iglesia; quiero hacerme cristiano’. Y su amigo, rebosantes de júbilo, lo acompañó. Y cuando hubo recibido la instrucción indispensable sobre los misterios cristianos, que fue poco después, Victorino, ante la admiración de Roma y la alegría de la Iglesia, dio finalmente su nombre y pidió el bautismo” (VIII, 2, 3-4).
Hay en este achatado planeta quienes se dicen cristianos; tal vez lo sean, yo no lo sé. Pero mientras no se dejen ver ellos también, mientras sigan jugando a hacerse invisibles, no serán plenamente lo que este nombre significa.
Ya se que es moderno –y muy moderno- hablar de “Iglesia invisible” y de “cristianos anónimos”, pero en esto no quiero ser moderno. En esto, prefiero atenerme a la enseñanza de los apóstoles, que dice: “Ordena y persuade al pueblo que sea fiel a sus reuniones, para que nadie disminuya la Iglesia no yendo a ella, ni disminuya el Cuerpo de Cristo privándole de un miembro…
No os despreciéis, pues, a vosotros mismos, y no privéis a nuestro Salvador de sus miembros; no desgarréis ni despreciéis su cuerpo”. (Didascalia Apostolorum, 13).