Notas evangélicas, 1
¡Qué maravilloso es Jesús! los que se acercan a Él, aunque no sea más que una vez en la vida, no pueden no quedar quedan sorprendidos por su ternura
¿De Nazaret puede salir algo bueno? Los primeros discípulos lo dudaban (Cf. Juan 1, 46). Y es que nada hay más humano que estereotipar y poner etiquetas: los alemanes son racistas; los italianos, creídos; los españoles, gritones; los mexicanos, bandidos. No, de Galilea no puede salir nada bueno: lo dicen todos, y
todos no pueden equivocarse. De hecho, según nos aseguran los estudiosos de la Sagrada Escritura Wolfgang Trilling entre ellos-, quienes añadieron al nombre de Jesús el de su pueblo de proveniencia, fueron ante todo sus enemigos; lo llamaban con desprecio “Jesús de Nazaret” como para decir: “¿Pero puede alguien ser respetado siendo de ese pueblo marginal y galileo? Y, sin embargo, sí.
Jesús no se avergüenza de ser de donde es. No quiso nacer en Roma, la capital del imperio; ni en Jerusalén, la ciudad santa, sino en un pueblecito que incluso suscitaba desconfianza. Para enseñarnos a sus discípulos a no ceder a los prejuicios y aprender a tratar a las personas como son en sí mismas y a verlas como Dios las ve: con amor y respeto, sean de donde sean y se llamen como se llamen.
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A Juan el Bautista le hubiera bastado guardar silencio, pero a todo lo que le preguntan los jefes de los judíos responde siempre que no. “Tú, ¿quién eres? –Yo no soy el Mesías. Entonces, ¿eres Elías? –No lo soy. ¿Eres, pues el profeta? –No” (Juan 1, 21). Juan se niega a usurpar un puesto que no es suyo, y por esa triple negación de sí mismo Jesús dirá de él que “es el hombre más grande nacido de mujer” (Mateo 11, 11) . El bautista no quiere el aplauso, no quiere la gloria; no quiere sino una sola cosa: cumplir con lo que Dios le ha ordenado -señalar al Cordero de Dios presente entre los hombres- y luego desaparecer. ¡Si nosotros pudiéramos imitarlo! Entonces no nos quejaríamos de nada. Ya no nos preocuparían las alabanzas de los demás, ni sus elogios, ni sus reconocimientos, ni sus críticas: haríamos lo que tenemos que hacer y proseguiríamos nuestro camino en silencio, satisfechos de haber realizado lo único que importa: lo que Dios quiere.
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La misión de Juan consiste en apuntar con el dedo a Aquel a quien todos en Israel secretamente esperan, gritar a toda la nación que el tiempo se ha cumplido, el invierno ha pasado y la hoz está lista para la siega. En efecto, ¿cómo sabríamos que Jesús está cerca de nosotros si no hay nadie que nos lo diga?, ¿cómo advertiremos su presencia si no hay nadie que nos lo señale? Muchos, a nuestro alrededor, no piensan sino en el partido de mañana, en el concierto de hoy, en su tristeza de ayer, ¡en tantas cosas! A éstos, el nombre de Dios ni siquiera les pasa por la mente. Pero al lado de ellos siempre habrá otros que no piensan más que en Él: esos son los santos. Como ha dicho el filósofo francés Louis Lavelle (1883-
1951): “Los santos son aquellos que nos muestran la presencia viva de Dios en el mundo”, enseñándonos que en esta pobre tierra todo es milagroso: desde la hierba que crece allí donde nadie la ve, hasta el latir de un pequeño corazón. Los santos están para mostranos a Dios en un mundo que hace de todo por
ocultárnoslo…
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Una vez que un padre de familia se quejaba conmigo de la ingratitud de sus hijos, diciéndome: “Pareciera que ser padre es sólo dar. ¡Qué esperanza que los hijos nos hagan tan siquiera un pequeño favor! Uno trabaja como animal para darles todo lo que necesitan, y ellos en cambio no nos hacen más que desaires. Y de los consejos que les doy, mejor ni hablar. ¡Les entran por un oído y les salen por el otro!”. Pues lo mismo, amigo mío, por si no lo sabes, por si lo ignoras, experimentamos los maestros, los catequistas, los evangelizadores. Una vez me tocó presenciar una riña justo a las puertas de mi iglesia apenas acabada la Misa.
¿Y sabe usted qué texto se había leído aquel domingo? “Amaos a vuestros enemigos, haced el bien a cuantos os odian” (Mateo 5, 43-48). Pero hay una parábola en el Evangelio, la parábola del sembrador, que nos dice: “No se desanimen; pese a todo, siempre hay semillas que dan fruto: no todas se pierden.
Unas caen en tierra seca, otras en el camino, otras entre espinas, pero hay también unas pocas que dan mucho fruto y esas pocas lo compensan todo. ¡Así que a seguir sembrando! Todo parece indicar que esta parábola fue dicha por el Señor para animar a los sembradores apesadumbrados: por lo menos, eso es lo
que aseguran los que saben.
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En tiempos de Jesús, los leprosos eran, quizá, el colectivo más marginado de todos. Debían vivir en el monte, lejos de todo agrupamiento humano y gritando a cada paso: “¡Impuro, impuro, impuro!” (Levítico 13, 45). Más que enfermos, eran muertos que caminaban y, de hecho, como a tales los consideraba la ley de Moisés: quien se atreviera a tocarlos, quedaba tan impuro como lo estaban ellos.
Pero Jesús, una vez, toca a un leproso (Marcos 1, 40-45); es decir, no sólo le devuelve la salud, sino también la alegría de sentirse vivo otra vez. Sólo los muertos no se tocan: pueden estar juntos en el cementerio por siglos y siglos y no se tocarán. Hoy sabemos que tocar y ser tocados es una de las cosas más cargadas de afecto y de sentido que puede experimentar un ser humano. Pues bien, Jesús
toca a este hombre, contraviniendo toda reglamentación, y le hace sentir que está vivo, que vale, que cuenta. ¡Qué maravilloso es Jesús! Sólo pueden odiarlo los que no lo conocen; porque los que se acercan a Él, aunque no sea más que una sola vez en la vida, no pueden no quedar quedan sorprendidos por su ternura. “Aquel cuya enfermedad se llama Jesús, no puede ya curarse” (Ibn Arabi).

