El buen estado interior
Si alguien pone unas pocas hierbas amargas en un bote de miel, ¿no alterará el bote entero haciendo que la miel se vuelva toda ella amarga?
Nada hay más sencillo ni más placentero que criticar a los demás. ¡Son todos tan malos y tienen el alma tan torcida!… Son mentirosos, hipócritas, canallas. Están llenos de malos deseos y sus intenciones son siempre perversas.
Apenas te descuidas y te meten una zancadilla; apenas te giras hacia otra parte y ya están hablando de ti. Con ellos, para decirlo en breve, no hay remedio…
Uno, en cambio, no es tan malo en el fondo, y si alguna vez hemos obramos mal –lo que es dudoso-, lo hemos hecho merced a lo que podría llamarse la fuerza de las circunstancias. Uno no roba: toma de por ahí lo que necesita; uno no se venga, sin que da a los demás lo que éstos se merecen; uno no murmura: únicamente comenta. No va a estar uno siempre callado, ¿verdad? ¡De algo hay que hablar en las fiestas, después de todo! Pero no lo hemos hecho con malicia, no: todo ha sido tan inocentemente que nuestros comentarios no pueden ser maliciosos: en nuestra intención, al menos, no lo eran…
Pues bien, contra este tipo de autocomplacencias previno el Señor a sus discípulos diciéndoles: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga
que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano” (Lucas 6, 41-42).
¡Qué fácil es convertirnos en jueces de los demás! ¡Qué sencillo es ver sus defectos, y qué difícil reconocer los propios! En un bellísimo sermón –el número 99-, san Agustín (354-430), para aplacar la soberbia de los buenos, les dijo una vez desde su sede, en la catedral de Hipona: “Adúlteros no fuisteis… ¡Os faltó la ocasión!”.
Como si dijese: “Vosotros condenáis a vuestros hermanos; y, sin embargo, de haberos encontrado en su lugar, ¡quién sabe qué horrores no hubieseis hecho! Os apartáis de ellos porque robaron, al parecer, 100 monedas de cobre, pero, de haber estado vosotros en su lugar, acaso hubieres tomado no 100 monedas, sino 1 000, y no de cobre, sino de plata o de oro. Adúlteros no fuisteis; tampoco fuisteis ladrones, asesinos, apóstatas, adúlteros, pero no porque os sobrara virtud, sino porque os faltó la ocasión».
¿Juzgar a los demás? No, gracias. De haber estado nosotros en su lugar, quién sabe qué diabluras habríamos cometido. Para acabar de una vez, ni siquiera a nosotros mismos nos está permitido juzgarnos. Decía san Pablo, y decía bien:
“En cuanto a mí, bien poco me importa ser juzgado por ustedes o por cualquier tribunal humano: ni siquiera yo me juzgo. De nada me remuerde la conciencia, aunque no por esto me considero inocente, porque quien me juzga es el Señor. Así pues, no juzguen antes de tiempo. Dejen que venga el Señor. Él iluminará lo que se esconde en la oscuridad y pondrá de manifiesto las intenciones del corazón. Entonces cada uno recibirá de sus manos la alabanza que merezca» (1 Corintios 4, 3-5). Si yo me juzgo a mí mismo, tal vez, porque soy malo, me condene. ¡Dejaré, por tanto, mi juicio al Señor, que es misericordioso! Y, por lo demás, ésta es la doctrina que hemos recibido: “Aunque nuestro corazón nos condene, Dios es más grande que nuestro corazón” (1 Juan 3, 20).
Vernos unos a otros con buenos ojos: eso es lo que el Señor quiere de nosotros. Pero para vernos con buenos ojos, antes es preciso que seamos buenas personas. ¿No lo dijo así el Señor: “El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal, porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca?”.
Los maestros espirituales de la antigüedad cristiana reprobaban –y reprueban todavía hoy- a aquellos que sólo andaban a la busca de los defectos de los demás. ¡Estos nunca podrán agradar al Señor! En cambio, alababan a los que todo lo veían con mirada clara.
Por ejemplo, he aquí lo que, en el siglo VI, Doroteo de Gaza (505-565) escribió en una de sus cartas –y conste que lo hizo en una época en que la psicología aún no alcanzaba el rango de ciencia estricta-:
“Ciertas personas convierten en mal humor todo lo que ingieren, aunque el alimento sea sano. La falta no está en el alimento, sino en su temperamento, que hace alterar los alimentos. De la misma manera, si nuestra alma tiene una mala disposición, todo le hace mal; incluso las cosas más útiles las transforma en
nocivas para ella.
Si alguien pone unas pocas hierbas amargas en un bote de miel, ¿no alterará el bote entero haciendo que la miel se vuelva toda ella amarga? Eso es lo que nosotros hacemos: difundimos algo de nuestra amargura y destruimos el bien del prójimo cuando le miramos según nuestra mala disposición. Hay otras personas que tienen un temperamento gracias al cual todo lo transforman en
buenos humores, incluso los malos alimentos. Nosotros, igualmente, si tenemos buenas costumbres y nuestra alma está en buen estado, podemos sacar provecho de todo, incluso de aquello que no es aprovechable”.
Y prosigue el santo asceta: “He oído decir de un hermano que, si yendo a ver a otro encuentra su celda dejada y en desorden, se dice para sí mismo: ‘¡Cuán dichoso es este hermano de estar completamente desasido de las cosas terrestres y de llevar siempre su espíritu a lo alto, que no tiene ni tan sólo el placer de arreglar su celda!’. Si a continuación va a la celda de otro hermano y la encuentra arreglada, limpia y en orden, se dice: ‘¡La celda de este hermano está tan limpia como su alma!’. Jamás dice de ninguno: ‘Este es desordenado’, o bien: ‘Este es frívolo’. Gracias a su excelente estado, siempre saca provecho de todo. Que Dios, en su gran bondad, también a nosotros nos dé un buen estado interior para que podamos aprovecharnos de todo y jamás pensemos mal de nuestro prójimo!
(Carta 1). ¡Amén! ¡Así sea!

