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COLUMNA

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Belerofonte y los mosquitos

¿Ocupas un puesto a tal punto importante que todos te abanican, diciéndote que como tú no hay dos en el planeta?

10 noviembre, 2023

En realidad, nuestro personaje se llamaba Iponoo, pero como un día, andando de caza, mató accidentalmente a su hermano, decidió cambiar su nombre por el de Belerofonte, que significa asesino de Belero. ¡Qué desdicha! ¿Cómo pudo ser posible que sucediera semejante cosa? ¿Cómo lo permitieron los dioses? Y tan triste se puso por aquel accidente desgraciado que se dirigió en calidad de suplicante a la ciudad de Tirinto para expiar allá su pecado.

Cuando llegó a la ciudad de Tirinto fue recibido con amabilidad y regocijo por el rey Preto, señor de aquel lugar, pues Belerofonte no era precisamente Juan de las Cuerdas, sino el hijo de uno de sus amigos más estimados y respetables: nada menos que de Glauco, rey de Corinto.

Hasta aquí, todo muy bien. Sin embargo, pronto sucedió algo que vino a poner las cosas de cabeza y a complicarlas enormemente. ¿Qué fue esto? Que Estenobea, la esposa del rey Preto, cuando vio de cerca a Belerofonte perdió el aliento y, con el aliento, el piso: al punto la pobre mujer quedó prendada del muchacho y casi se volvió loca ante la contemplación de tanta belleza y tanto músculo. Estenobea hizo entonces al recién llegado más de una propuesta indecorosa que éste rechazó con amables evasivas. La reina, como ya podrá imaginarse  el lector, estaba por eso desesperada. Por último, jugándose su última carta, dijo así a su codiciado huésped: «Si no aceptas que yazcamos juntos, diré a mi esposo que has querido seducirme». Se trataba, claro está, de una amenaza. Y la cumplió con puntos y comas, pues de Belerofonte no obtuvo más que negativas.

Al escuchar aquella (falsa) acusación, al soberano le entraron unas ganas tremendas de torcerle el cuello a Belerofonte, pero se contuvo, ya que no le era posible, ni a él ni a nadie, violar las reglas de la hospitalidad, que entonces eran sagradas y prohibían terminantemente matar a los huéspedes, fueran éstos quienes fueren. ¿Qué hacer para darle su merecido a este abusador de reinas? Preto se lo pensó mucho, hasta que se le ocurrió una idea que le pareció excelente. «Mira –dijo una mañana a Belerofonte-, hazme un favor. Entrega esta carta sellada a mi suegro, el rey Yóbates de Licia, padre de mi mujer». Las reglas de la hospitalidad obligaban a Belerofonte a hacer lo que su anfitrión le pedía, de modo que no tuvo más remedio que ir a Licia a entregar la dichosa carta; en ella, el rey Preto decía a su suegro: «Ruego a usted elimine de la faz de la tierra al portador de la presente, pues ha tratado de abusar de su hija, mi esposa».

Cuando el rey Yóbates leyó estas líneas se lamentó, diciendo: «¿Y cómo voy a matarlo, si ahora este hombre es mi huésped?». No, sencillamente no podía; ya lo hemos dicho: lo prohibían las leyes de la hospitalidad. Y, por lo demás, era inútil escribir otra carta, pues al que la recibiera le pasaría lo mismo que a él.

De pronto, el rostro del rey se iluminó. ¡Ya sabía lo que iba a hacer! Pedirle a este abusador un imposible; pedirle que matara, por ejemplo, a la Quimera, ese monstruo con forma de león y cola de serpiente que arrojaba fuego por la boca y mataba con su aliento a hombres y animales. «Mátala –le dijo el rey Yóbates-. Pues la Quimera -hija de Tifón y Equidna-, es como la mascota, por decirlo así, del rey Caria, mi mortal enemigo».

Belerofonte se rascó la cabeza, dijo que haría lo que pudiera y se dirigió a consultar a un famoso adivino llamado Polieides, quien le dijo que sólo podría matar a la Quimera si conseguía capturar a Pegaso, un caballo alado que no se dejaba montar por nadie. Y ya se lamentaba Belerofonte por su triste suerte cuando la diosa Atenea le entregó unas bridas de oro, asegurándole: «Con estas bridas domarás a Pegaso». Y, en efecto, con esas bridas domó a Pegaso, y montado en él fue en busca de la Quimera para matarla de una vez por todas y dar carpetazo a la cuestión. Desde el caballo alado, Belerofonte lanzó al monstruo largas lanzas de hierro que al contacto con su aliento de fuego se derretían. Estaba muy feliz la Quimera derritiendo las lanzas cuando sintió de pronto que un líquido espeso y ardiente se le metía por la nariz y por la boca, causándole una violenta asfixia. Y allí acabó la furia de la Quimera. Ahora bien, los que se enteraron de tan buena noticia decían a Belerofonte, entusiasmados: «¡Tú eres un dios!».

-¿Cómo? –preguntaba el héroe-. Yo soy sólo Belerofonte, es decir…

-¡Nada de eso! Tú, sencillamente, eres un dios que no sabía que lo era. ¿Cómo, si no, hubieras podido domar a Pegaso y matar a la Quimera? ¡Reconócelo, eres un dios!

Escuchando aquellos argumentos –que, la verdad sea dicha, no le disgustaban nada-, Belerofronte acabó persuadiéndose de que tal vez aquella gente no estuviera tan equivocada, después de todo. «Sí –empezó de decirse a sí mismo-, soy un dios. ¿Cómo es que no me había dado cuenta?

O sea que, como quien dice, se endiosó. Y ya se diría al Olimpo para fijar su residencia entre sus colegas los inmortales cuando Zeus, indignado por tanta vanidad y fanfarronería, mandó unos mosquitos a que picaran en las ancas del caballo alado. ¿Unos zancudos? No lo sabemos, pero Pegaso no pudo soportarlos y se encabritó en el aire, haciendo caer al jinete, quien fue a dar a la tierra con la pierna rota y la cara destrozada. A raíz de la caída, Belerofonte quedó cojo y terminó sus días como mendigo, añorando sus glorias pasadas, el esplendor de sus días antiguos. Y colorín colorado, este cuento –que es un mito- se ha acabado.

Lector, ¿has matado a la Quimera? ¿Son muchas las que te encuentran bello e intentan seducirte? ¿Todos se pelean por ser tus amigos y tenerte cerca? ¿Ocupas un puesto a tal punto importante que todos te abanican, diciéndote que como tú no hay dos en el planeta? ¿Encienden éstos en tu honor cirios y veladoras? ¡Entonces, cuidado! Recuerda que todavía hay zancudos en este mundo que podrían picar al caballo en el cabalgas con la cara despejada hacia el Olimpo…


El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí

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