¿Qué es la espiritualidad y por qué es importante?
La espiritualidad no es simplemente una práctica devocional o un estilo de oración. Es una manera de vivir desde la experiencia de Dios.
El Diácono Adolfo Prieto es licenciado en Administración de Empresas por la Universidad Iberoamericana; tiene una segunda licenciatura en Ciencias Religiosas por la Universidad Pontificia de México y la Universidad La Salle; una maestría por en Ciencias de la Familia por el Instituto Juan Pablo II de la Universidad Anáhuac y otra en Teología por la Universidad Lumen Gentium. Actualmente cursa un doctorado en Teología Espiritual.
En un mundo marcado por el ruido, la prisa y la superficialidad, hablar de espiritualidad parece una propuesta contracultural. Sin embargo, cuando se busca comprender el sentido profundo de la existencia y el llamado a la santidad que todo cristiano ha recibido desde su bautismo, la espiritualidad se revela no solo como un camino opcional, sino como una necesidad vital. No se puede alcanzar la santidad sin un alma profundamente espiritual, es decir, sin una vida centrada en Dios, en la escucha de su Palabra, en la oración constante y en la búsqueda sincera de su voluntad.
Pero ¿qué entendemos por espiritualidad?
La espiritualidad no es simplemente una práctica devocional o un estilo de oración. Es una manera de vivir desde la experiencia de Dios. Se trata de dejar que la vida de Cristo impregne todos los aspectos de la existencia: el trabajo, las relaciones, las decisiones y los proyectos. San Pablo lo expresó con claridad: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20). Esta espiritualidad cristiana tiene como centro el amor: amor a Dios y amor al prójimo. Es una vida guiada por el Espíritu Santo, quien nos transforma interiormente y nos conduce a la plenitud.
El Concilio Vaticano II, en la constitución Lumen Gentium, nos recuerda que la santidad no está reservada a una élite espiritual, a sacerdotes o religiosos. Todos estamos llamados a ser santos, cada uno desde su estado de vida. Ser santo no es vivir fuera del mundo, sino vivir en el mundo con el corazón en Dios. La santidad no significa perfección moral inalcanzable, sino unión creciente con Dios, apertura continua a su gracia, y fidelidad en lo cotidiano.
Así como el cuerpo necesita alimento para no morir, el alma necesita nutrirse espiritualmente. La oración, la meditación de la Palabra, la vida sacramental, el silencio interior y el discernimiento son caminos para que el alma no se marchite. Sin estos elementos, el cristiano se vuelve frágil ante la tentación, tibio en la fe y ciego ante las necesidades de los demás.
San Juan Pablo II lo expresaba de este modo: “No tengan miedo de ser los santos del nuevo milenio. Para ello, hace falta una vida espiritual intensa, nutrida de la oración y de los sacramentos”. No se puede vivir una auténtica caridad sin una vida interior sólida, porque sin espiritualidad, las obras buenas se convierten en activismo o rutina vacía.
¿Con qué obstáculos a la espiritualidad nos encontramos hoy?
A decir verdad, con muchos, y uno de los principales enemigos de la espiritualidad es la dispersión. Vivimos expuestos a múltiples estímulos, bombardeados por mensajes e imágenes que nos distraen del centro. El exceso de actividades, la superficialidad de muchas relaciones y la pérdida del sentido del silencio dificultan el recogimiento necesario para la vida espiritual.
Otro gran obstáculo es el secularismo, que relega a Dios al ámbito privado o lo considera innecesario. Frente a esto, la espiritualidad nos recuerda que Dios no es un añadido a nuestra vida, sino su fundamento.
Por último, la autosuficiencia viene siendo, también, una barrera frecuente. El ser humano moderno quiere construir su destino sin necesidad de Dios. Pero la santidad exige humildad: reconocer nuestra pobreza espiritual y abrirnos a la acción transformadora de la gracia, situación impensable en los jóvenes de nuestro tiempo.
Sin embargo, la historia de la Iglesia está llena de hombres y mujeres que, desde su profunda vida espiritual, irradiaron santidad. Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, enseña que “la oración no es otra cosa que tratar de amistad, estando muchas veces a solas con quien sabemos que nos ama”. Su espiritualidad fue motor de reforma y servicio.
San Francisco de Asís, desde una vida profundamente evangélica, mostró cómo la espiritualidad es inseparable del amor a la creación y de la fraternidad universal. También santos laicos, como Pier Giorgio Frassati o la beata Guadalupe Ortiz de Landázuri, muestran que la espiritualidad es compatible con el estudio, el trabajo profesional y el compromiso social.
Estos santos no fueron perfectos, pero dejaron que Dios habitara en ellos. Su vida espiritual no los apartó del mundo, sino que les permitió vivir en él con autenticidad, entrega y alegría.
La Iglesia necesita hoy, cristianos con vida interior. La pastoral, el servicio, la evangelización, e incluso la vida familiar y laboral, requieren personas arraigadas en Dios. No se trata de hacer muchas cosas para Dios, sino de hacerlas con Dios y desde Dios.
Cultivar la espiritualidad requiere disciplina, perseverancia y humildad, pero también produce frutos de paz, sabiduría, libertad interior y gozo. Quien vive espiritualmente, está más capacitado para discernir, para perdonar, para amar y para resistir las tormentas de la vida.
En definitiva, la santidad no se alcanza por esfuerzo humano, sino por la acción de Dios en un corazón abierto. Pero ese corazón necesita disponerse, y a esa disposición se le llama vida espiritual.
¿Te interesa crecer espiritualmente para alcanzar la santidad? Pregúntame cómo…