La Iglesia y el poder institucional
El poder institucional de la Iglesia radica en el don del Kerigma, no en la defensa de espacios ganados por el poder, espacios que nos abren a una relación con la humanidad,
SI SEGUIMOS LA PREMISA del artículo anterior, y sólo damos por sentado que “el poder es servicio”, todo parecería resuelto. Pero estaríamos creyendo que en nuestras simplificaciones se resuelve uno de los mayores problemas de la Iglesia; estaríamos pensando que los problemas de poder institucional siempre se resolverán dogmáticamente o por simples definiciones.
Pensar de forma crítica ha sido muchas veces un problema en la Iglesia. Sin embargo, no podremos conseguir resultados distintos haciendo las mismas cosas. El servicio en la Iglesia de hoy nos hará abordar de forma distinta la institución milenaria de la cual somos parte.
Asumir y defender la definición de la Iglesia institucional como “una, santa, católica y apostólica”, pero sin entender la profundidad de sus implicaciones, nos ha llevado a pensar que nuestra institución -distinta de las otras- no carga con nuestras miserias, olvidándonos de que su tesoro viene en vasijas de barro.
¿Cuántas definiciones hermosas convertidas en defensas sin sentido conocemos? ¡Cuánto dolor puede causar una ley que mata y no da vida! ¡Cuánto odio derramado en la censura de los que vienen a nosotros sedientos de la Palabra y del Pan de Jesús!
El poder institucional de la Iglesia radica en el infinito e inmerecido don del Kerigma, no en la defensa de espacios ganados por el poder, espacios que nos abren a una íntima relación con la humanidad, para organizar, influir y tomar decisiones que afectan la vida de los hermanos que confían en nosotros.
Es por eso que sólo la Iglesia que se alimenta continuamente del Evangelio, la que se entiende imperfecta y necesitada, la que reconoce su miseria y su profundo deseo de conversión, la que vela sin descanso por
los pequeños y vulnerables, la que encuentra fuerzas en el poder de Jesús para asumir con responsabilidad su propio error, es esa Iglesia que, como un niño pequeño, camina con temor y temblor (Flp 2:12) a los brazos del Cristo que nos espera.
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