Sacerdocio y silencio
Si aprendemos a guardar más momentos de silencio, el Espíritu Santo nos trasmitirá mociones que son movimientos internos del alma por los que nos sentimos atraídos espiritualmente hacia la Verdad,
Ordenado sacerdote para la Diócesis de Ciudad Juárez, México, el 8 de diciembre de 2000, tiene una licenciatura en Ciencias de la Comunicación (ITESM 1986). Estudió teología en Roma en la Universidad Pontificia Regina Apostolorum y en el Instituto Juan Pablo II para Estudios del Matrimonio y la Familia. Actualmente es párroco de la Catedral de Ciudad Juárez, pertenece a los Caballeros de Colón y dirige el periódico www.presencia.digital
En diciembre algunos sacerdotes celebramos nuestro aniversario sacerdotal. Tuve la gracia y el consuelo enorme de recibir la ordenación el 8 de diciembre de 2000, hace 22 años, bajo el amparo y cobijo de la Virgen María, la Inmaculada. Siempre que hay ordenaciones sacerdotales pongo atención a la imposición de las manos del obispo sobre la cabeza del que se ordena, y a la oración de consagración que la sigue. Por esos dos gestos litúrgicos ocurre el prodigio de la transformación de un hombre en sacerdote de Cristo. “Me postré consciente de mi nada –decía san Juan María Vianney– y me levanté sacerdote para siempre”.
Durante la imposición de las manos la asamblea hace un profundo silencio invocando al Espíritu Santo para que obre el milagro que hizo Jesús en la Última Cena, cuando ordenó a sus Apóstoles, participándoles su triple misión de enseñar, santificar y pastorear al Pueblo santo de Dios. El cardenal Robert Sarah, reflexionando sobre la acción del Espíritu en el alma del sacerdote, nos enseña que son Jesucristo y Dios Padre las dos Personas trinitarias más referentes en la vida sacerdotal, sin embargo es el Espíritu Santo quien trabaja discreto, silencioso y eficaz en el alma del sacerdote.
Casi la mitad de mis años sacerdotales los he vivido sirviendo en la Catedral, en el centro histórico de la ciudad, un lugar donde he tenido que aprender a orar en medio del ruido que rodea al templo. La presencia y la predicación agresiva e irrespetuosa de los evangélicos en sus alrededores me ha permitido comparar el culto que ellos ofrecen a Dios con el que nosotros ofrecemos en los sacramentos. Por supuesto que la diferencia es abismal. Jamás habrá comparación entre la predicación, oración y alabanzas protestantes con la presencia real de Jesucristo en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía y en la verdad de su enseñanza predicada con la autoridad que el Señor confirió a sus sacerdotes.
Hay una diferencia muy notoria en ambas formas de culto. Los evangélicos tienen necesidad de “sentir” la presencia de Dios en su corazón. Lutero necesitaba sentir que sus pecados habían sido perdonados, y por eso el clímax del culto protestante son grandes arrebatos de emoción y fuertes exaltaciones. Los católicos, en cambio, no tenemos necesidad de “sentir” sino de “saber”, con certeza moral, de que nuestros pecados han sido perdonados y de que Dios está con nosotros, de manera objetiva y real en los sacramentos.
Hace años, un católico que frecuentaba la Eucaristía pero que a veces acudía a cultos evangélicos, me decía que él se preguntaba por qué se sentía tan fuertemente la presencia de Dios con los protestantes –con llanto, gritos y sudor– y no así en los sacramentos católicos. Le dije que buscar a Dios a través de las emociones es muy engañoso; fácilmente podemos confundir la presencia de Dios con un sentimiento y creer que sin emociones no hay encuentro con lo divino. También está el peligro de buscar a Dios sólo por el sentimentalismo que nos puede brindar y no por ser Él mismo.
Durante una parte de mi vida sacerdotal yo también creí que Dios estaba en el ímpetu del huracán, en el terremoto o en el fuego, y buscaba añadir elementos y oraciones a la celebración de la Eucaristía para, según yo, hacer atractiva la Misa. Aunque nunca fueron cosas que provocaran escándalo, sí eran cosas indebidas y pido perdón por ello. Sin embargo hoy tengo la certeza –y la inmensa alegría– de que el Espíritu Santo me ha ido educando para descubrir a Dios más intensamente en esa suave brisa silenciosa, como el Elías lo encontró en el Horeb. ¡Cómo quisiera que todos los católicos encontráramos a Dios en el silencio y en el recogimiento durante la Eucaristía!
Recuerdo que en 1994, durante mi búsqueda de Dios antes de ser seminarista, participé en aquel retiro llamado “Experiencia de Dios” del padre Ignacio Larrañaga (+). Fueron cinco días de silencio que me parecieron insoportables, no a causa de las bellas predicaciones del padre Ignacio –un hombre de Dios–, tan ricas en enseñanza y contenido, sino porque, viniendo yo de trabajar en el ambiente locuaz de una estación de radio, sumergirme en el silencio me parecía sumamente pesado y fastidioso. Hoy agradezco a Dios por aquel primer contacto con el silencio divino, y pido que me sumerja más en el misterio de su silencio. El cardenal Sarah me ha enseñado que la auténtica espiritualidad es permanecer ante Dios en silencio, porque es en el silencio donde Él actúa.
Los sacerdotes debemos pedir al Espíritu de Dios que nos eduque en el silencio para, al mismo tiempo, educar al pueblo cristiano en el amor al silencio, especialmente durante la Eucaristía. Los momentos de silencio en la celebración hemos de respetarlos para que todos tengamos esa participación activa y fructuosa que pide el Concilio Vaticano II, y que no solamente se reduce a cantar, a tomar ciertas posturas corporales y a responder a las oraciones, sino sobre todo a orar.
El Señor puede acompañar con emociones los momentos del culto católico. Pero no busquemos esas emociones. Si aprendemos a guardar más momentos de silencio, el Espíritu Santo nos trasmitirá mociones, que no es lo mismo que emociones. Las mociones son movimientos internos del alma por los que nos sentimos atraídos espiritualmente hacia la Verdad, el Bien y la Belleza. Es decir, las mociones del Espíritu nos llevan a la conversión a Dios. Esas mociones, además, fomentarán en nosotros los sacerdotes el celo por la salvación de las almas y por nuestra propia santificación.