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¿Por qué existe el ateísmo?

21 diciembre, 2020
Escribió Jacques Rivière (1886-1925) en esa especie de diario espiritual que es su libro À la trace de Dieu: “Temor del abismo. Temor a este encadenamiento terrible de exigencias en el que uno cae desde que es consciente de Dios. Yo no estoy hecho para eso; yo vivo, más bien, al compás de la vida… Dios mío, no te confundas: no soy de la naturaleza que se requiere”. El escritor francés lo sabe: Dios es exigente y podría, si así lo quisiese, exigirnos más de una cosa. Por eso preferimos pensar que no existe: para no caer en ese “encadenamiento terrible de exigencias” que nos pone los pelos de punta. Negando a Dios, ¡cómo simplifican su vida los hombres de nuestra época! He aquí, pues, el verdadero origen del ateísmo: el miedo. Miedo a un Dios que, según muestra la Biblia desde la primera página, suele meterse -y de hecho se entromete con desconsiderada frecuencia- en la vida de las personas, sus criaturas, para darles y también pedirles... * * * Freud creía que la religión nació del miedo; Lucrecio creyó lo mismo mucho antes que Freud; Marx, a su vez, sostenía que la religión no es otra cosa que el grito de la criatura oprimida… La verdad está en otra parte, o, más exactamente, en lo contrario. No fue la religión la que nació del miedo, sino la irreligión. El ateísmo surgió en el mundo cuando los hombres descubrieron que Dios puede decir a sus servidores: “Anda, ve a donde al Faraón y dile de mi parte que…”. Y, para no meterse en líos, éstos prefirieron ignorarlo, ensayando hipótesis para probar su inexistencia y demostrar que esa voz que los enviaba era una mera ilusión acústica. Pero no es que Dios no exista; es que a ellos no les da la gana llevar ningún recado al Faraón. * * * En sus Confessions of an Atheist (confesiones de un ateo), escribió Aldous Huxley (1894-1963) esta observación de carácter personal, refiriéndose a la época de su juventud: “Tenía motivos para no querer que el mundo tuviera significado: por consiguiente, di por hecho que no lo tenía y pude encontrar sin dificultad razones satisfactorias para respaldar tal suposición. Para mí, como sin duda para la mayoría de mis contemporáneos, la filosofía de la ausencia de significado fue esencialmente un instrumento de liberación. La liberación que deseábamos era a la vez liberación de un cierto sistema político y económico y liberación de un cierto sistema de moralidad. Nos oponíamos a la moralidad porque interfería con nuestra libertad”. Más claro no puede decirse: el ateísmo es una opción, una elección; se es ateo por motivos bien precisos: ante todo, porque no se quiere que Dios se entrometa con nuestra libertad, y mucho menos si se trata de nuestra intangible y soberana libertad sexual. * * * Tenía motivos para no querer que el mundo tuviera significado: por consiguiente, di por hecho que no lo tenía y pude encontrar sin dificultad razones satisfactorias para respaldar tal suposición.”¿Tiene sentido la vida? Hay quienes dicen –y hasta escriben libros para demostrarlo- que no lo tiene. Pero no es que el mundo no tenga sentido, ni que sea absurdo; es que estos señores, por alguna razón, no quieren que lo tenga, he ahí todo. ¡Y pensar que hay quienes se toman en serio sus argumentos y hasta crean cátedras en la Universidades para estudiarlos mejor! ¡Qué tontería y qué estupidez! * * * Subrayo, en el diario de Julien Green (1900-1998), la siguiente anotación: “Yo hubiera querido ser un santo. Me noto a mí mismo pasando al lado del que querría ser… Él está allí, me ve, y está triste, y su tristeza es la mía”. ¡Un miembro de la Academia francesa hablando de este modo! También Eugène Ionesco (1909-1994), el padre del teatro del absurdo, confesaba al final de su vida no haber querido otra cosa que vivir una vida de santo; dijo así en el transcurso de una entrevista, cuando Guido Ferrari le preguntó a qué hombres admiraba más: “A los santos. No admiro a otros. San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Ávila, San Francisco de Asís, San Pablo… Los grandes místicos. Únicamente a ellos. Su mensaje, su testimonio, es absolutamente indiscutible... Nosotros no podemos ser como los santos, pero debemos tomarlos como modelos y comportarnos no como los revolucionarios, no según los gobiernos y las morales terrenas. Debemos comportarnos como los místicos. Es necesario desapegarse de los bienes de la tierra… Yo hubiera querido ser otra cosa, habría querido no hacer literatura… No habría querido ser un oficial, como mi padre deseaba. Yo hubiera querido vivir una vida de santo. Debí vivir en un ambiente monacal, una vida religiosa. Cuando pienso en mi edad, me digo que he perdido el tiempo”. * * * Susanna Tamaro, Donde el corazón te lleve: “La fatalidad. Cierta vez, el marido de una amiga me dijo que en hebreo esta palabra no existe. Para indicar algo parecido a la fatalidad se ven obligados a utilizar la palabra azar, que es árabe. Resulta curioso, ¿no te parece? Curioso pero tranquilizador: donde hay Dios no hay lugar para la fatalidad, y ni siquiera para el humilde vocablo que la designa. Todo está ordenado, regulado desde lo alto; todo lo que te sucede, te sucede porque tiene sentido”.   El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí. Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe. ¿Ya conoces nuestra revista semanal? Al adquirir un ejemplar o suscribirte nos ayudas a continuar nuestra labor evangelizadora en este periodo de crisis. Visita revista.desdelafe.mx  o envía un WhatsApp al +52 55-7347-0775

Escribió Jacques Rivière (1886-1925) en esa especie de diario espiritual que es su libro À la trace de Dieu: “Temor del abismo. Temor a este encadenamiento terrible de exigencias en el que uno cae desde que es consciente de Dios. Yo no estoy hecho para eso; yo vivo, más bien, al compás de la vida… Dios mío, no te confundas: no soy de la naturaleza que se requiere”. El escritor francés lo sabe: Dios es exigente y podría, si así lo quisiese, exigirnos más de una cosa. Por eso preferimos pensar que no existe: para no caer en ese “encadenamiento terrible de exigencias” que nos pone los pelos de punta. Negando a Dios, ¡cómo simplifican su vida los hombres de nuestra época! He aquí, pues, el verdadero origen del ateísmo: el miedo. Miedo a un Dios que, según muestra la Biblia desde la primera página, suele meterse -y de hecho se entromete con desconsiderada frecuencia- en la vida de las personas, sus criaturas, para darles y también pedirles…

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Freud creía que la religión nació del miedo; Lucrecio creyó lo mismo mucho antes que Freud; Marx, a su vez, sostenía que la religión no es otra cosa que el grito de la criatura oprimida… La verdad está en otra parte, o, más exactamente, en lo contrario. No fue la religión la que nació del miedo, sino la irreligión. El ateísmo surgió en el mundo cuando los hombres descubrieron que Dios puede decir a sus servidores: “Anda, ve a donde al Faraón y dile de mi parte que…”. Y, para no meterse en líos, éstos prefirieron ignorarlo, ensayando hipótesis para probar su inexistencia y demostrar que esa voz que los enviaba era una mera ilusión acústica. Pero no es que Dios no exista; es que a ellos no les da la gana llevar ningún recado al Faraón.

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En sus Confessions of an Atheist (confesiones de un ateo), escribió Aldous Huxley (1894-1963) esta observación de carácter personal, refiriéndose a la época de su juventud: “Tenía motivos para no querer que el mundo tuviera significado: por consiguiente, di por hecho que no lo tenía y pude encontrar sin dificultad razones satisfactorias para respaldar tal suposición. Para mí, como sin duda para la mayoría de mis contemporáneos, la filosofía de la ausencia de significado fue esencialmente un instrumento de liberación. La liberación que deseábamos era a la vez liberación de un cierto sistema político y económico y liberación de un cierto sistema de moralidad. Nos oponíamos a la moralidad porque interfería con nuestra libertad”. Más claro no puede decirse: el ateísmo es una opción, una elección; se es ateo por motivos bien precisos: ante todo, porque no se quiere que Dios se entrometa con nuestra libertad, y mucho menos si se trata de nuestra intangible y soberana libertad sexual.

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Tenía motivos para no querer que el mundo tuviera significado: por consiguiente, di por hecho que no lo tenía y pude encontrar sin dificultad razones satisfactorias para respaldar tal suposición.”¿Tiene sentido la vida? Hay quienes dicen –y hasta escriben libros para demostrarlo- que no lo tiene. Pero no es que el mundo no tenga sentido, ni que sea absurdo; es que estos señores, por alguna razón, no quieren que lo tenga, he ahí todo. ¡Y pensar que hay quienes se toman en serio sus argumentos y hasta crean cátedras en la Universidades para estudiarlos mejor! ¡Qué tontería y qué estupidez!

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Subrayo, en el diario de Julien Green (1900-1998), la siguiente anotación: “Yo hubiera querido ser un santo. Me noto a mí mismo pasando al lado del que querría ser… Él está allí, me ve, y está triste, y su tristeza es la mía”. ¡Un miembro de la Academia francesa hablando de este modo! También Eugène Ionesco (1909-1994), el padre del teatro del absurdo, confesaba al final de su vida no haber querido otra cosa que vivir una vida de santo; dijo así en el transcurso de una entrevista, cuando Guido Ferrari le preguntó a qué hombres admiraba más: “A los santos. No admiro a otros. San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Ávila, San Francisco de Asís, San Pablo… Los grandes místicos. Únicamente a ellos. Su mensaje, su testimonio, es absolutamente indiscutible… Nosotros no podemos ser como los santos, pero debemos tomarlos como modelos y comportarnos no como los revolucionarios, no según los gobiernos y las morales terrenas. Debemos comportarnos como los místicos. Es necesario desapegarse de los bienes de la tierra… Yo hubiera querido ser otra cosa, habría querido no hacer literatura… No habría querido ser un oficial, como mi padre deseaba. Yo hubiera querido vivir una vida de santo. Debí vivir en un ambiente monacal, una vida religiosa. Cuando pienso en mi edad, me digo que he perdido el tiempo”.

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Susanna Tamaro, Donde el corazón te lleve: “La fatalidad. Cierta vez, el marido de una amiga me dijo que en hebreo esta palabra no existe. Para indicar algo parecido a la fatalidad se ven obligados a utilizar la palabra azar, que es árabe. Resulta curioso, ¿no te parece? Curioso pero tranquilizador: donde hay Dios no hay lugar para la fatalidad, y ni siquiera para el humilde vocablo que la designa. Todo está ordenado, regulado desde lo alto; todo lo que te sucede, te sucede porque tiene sentido”.

 

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

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