Luchadores de Dios
Los hombres de fe son aquellos que, como Job, aun habiéndolo perdido todo, se mantienen de pie y no por eso dejan de creer en Aquel que les ha hecho conocer –saborear, probar, degustar- el amargo manjar de la desgracia.
No admiro a los actores, no admiro a los comediantes, ni a los cantantes, ni a los políticos, ni a los embajadores; no admiro a las estrellas de la pantalla chica, ni a los astros de la pantalla grande, ni a los conductores, ni a los periodistas, ni a los modelos, ni a los futbolistas.
Llegado a esta altura de mi vida, ya sólo admiro a los hombres de fe. Pero, se me preguntará: “¿Y quiénes son, según usted, esos hombres?”. La respuesta es simple: los hombres de fe son aquellos que, como Job, aun habiéndolo perdido todo, se mantienen de pie y no por eso dejan de creer en Aquel que les ha hecho conocer –saborear, probar, degustar- el amargo manjar de la desgracia.
El demonio, hasta cierto punto, tenía razón -si es que alguna vez la tiene, si es que puede tenerla- cuando le dijo a Dios:
“-¡Pues claro que Job cree en Ti y te adora! ¿Cómo no va a hacerlo, si le has dado todo lo que pueda ambicionar un ser humano? ¡Es el tipo más rico del planeta! Lo has bendecido con toda clase de bienes; sus sirvientes y sus ganados se multiplican por doquier. ¿Cómo, en tales circunstancias, no va a bendecirte de noche y de día? Pero te alaba como alaba un siervo a su señor, un obrero a su patrón o un secretario a su jefe: para no perder el puesto. ¡Vamos, quítale todo, déjalo sin nada y ya verás cómo te maldice a la cara!”.
Job, entonces, lo perdió todo: ganado, casas, salud e hijos. Parecerá una broma de mal gusto, pero todo lo que le quedó al pobre hombre fue su esposa, una mujer refunfuñona e histérica que no paraba de decirle:
-¡Blasfema contra Dios y muérete de una vez!
Pero Job no cae. Y, aunque es verdad que reprocha a Dios su dureza y su maltrato, ni lo maldice a la cara, ni le lanza blasfemias desde el estercolero pestilente al que había ido a dar, ni deja de creer en Él.
¡Ah, qué fácil es creer en Dios cuando todo va viento en popa y nuestros deseos se ven pronto realizados! Pero creer en Él cuando no nos queda nada después de haberlo tenido todo, cuando nuestras manos vuelven a estar vacías, eso sí que es tener fe. Y a los hombres que la tienen, yo los admiro de veras. Los admiro de todo corazón.
Sí, se pelean con Dios, le preguntan por qué los trata peor que a perros, lo amenazan diciéndole –como Jeremías, el profeta- que nunca más volverán a dejarse seducir por Él ni a buscar su rostro. Pero apenas se les ha pasado el coraje y han desfogado su rabia, allí están otra vez, de rodillas, mirando hacia arriba y con el corazón contrito.
Poco antes de morir, durante una entrevista transmitida por televisión, el famoso escritor judío Elie Wiesel contó un episodio de su vida en los campos de concentración que me conmovió hasta las lágrimas:
“Hace poco –dijo, respondiendo a la pregunta que acababa de formularle un periodista- escribí una obra de teatro que se llama El juicio de Dios, en la que describo una historia que ocurrió en Auschwitz. Yo estaba trabajando con un hombre a quien no le había visto el rostro porque siempre estaba oculto por las piedras que cargaba. Solamente se le veía la nuca. Él era un Rosh Yeshiva, un maestro que había dirigido una academia del Talmud en Polonia. Estudiábamos juntos el Talmud de memoria. Una noche me llamó y me dijo: ‘Eres joven, el más joven aquí en esta barraca. Espero que sobrevivas y, por tanto, te necesito como testigo’.
“Él y otros dos compañeros eruditos establecieron una corte para llevar a Dios ante la justicia; yo estaba presente para atestiguar. Hubo un juicio, un juicio real, con testigos a favor y en contra. Con argumentos en pro y en contra. Al final, el veredicto fue: ‘Culpable’. Después de eso, en seguida dijo: ‘Ahora vamos todos a rezar’” (Esta entrevista fue luego transcrita y publicada en el libro: Guadalupe Alonso-José Gordon, Revelado instantáneo, México, Joaquín Mortiz, 2004, p. 233).
¡Así, exactamente así hablan los hombres de fe! Pueden enojarse, pueden protestar, pueden gritar: “¡Culpable!”, y, de hecho, lo hacen; pero no por eso dejan de creer ni se olvidan de Dios, sino que, por el contrario, lo buscan con más fuerza aún que antes.
El mismo Wiesel había dicho en otra ocasión: “A menudo me siento a favor de Dios, a veces contra Él, pero nunca sin Él”.
Pero vayamos a otra historia; esta vez la he tomado de una novela del escritor judío S. J. Agnon –premio Nobel de literatura 1966- titulada Huésped para una noche. Cuenta en ella el protagonista:
“-En el libro El látigo de Judá leí la historia de un grupo de gentes que se embarcaron cuando los judíos fueron expulsados de España. Durante el viaje se acabaron los víveres y el capitán los desembarcó en un lugar desierto. La mayoría perecieron de hambre y los supervivientes, haciendo acopio de fuerzas, decidieron ir en busca de un lugar habitado. Una mujer se desmayó y murió. Su esposo cogió a sus dos hijos de la mano y siguió andando. Al poco rato, los tres cayeron desmayados. Cuando el hombre volvió en sí, vio que sus hijos habían muerto. Poniéndose de pie, dijo así:
“-Señor, Dios del Cielo. Tú quieres hacerme perder la fe. Pero has de saber que soy judío y seguirá siéndolo aunque le pese a todos los santos del cielo, y de nada servirán los sufrimientos que me has enviado o puedas enviarme”.
¡Pobre hombre! Como Job, se había quedado sin nada. Y, sin embargo, creía. ¿Qué puedo hacer si ya sólo admiro a los hombres y mujeres que hablan así?
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