La perfecta alegría
Por eso, el arte de vivir consiste en no vivir temblando en espera de lo peor, sino en no tener miedo a nada, pensando que lo que ocurra será, como muy bien lo dijo mi querido Bloy, para nuestra perfecta alegría.
Mientras hago cola para presentar mi pasaporte a un agente uniformado que me mira con rencor, veo a lo lejos, en la pista, los aviones. Hay dos grandes y uno pequeño. Me llama la atención, sobre todo, el pequeño. “¿Será éste en el que deberé volar?”, me pregunto consternado. Me parece demasiado pequeño, y además tiene la forma de un zancudo, es decir, de un insecto que detesto desde las más tempranas etapas de mi existencia.
El guardia uniformado me sigue viendo con rencor mientras le alargo la documentación y como diciéndome: “¿Por qué es usted tan afortunado? Yo nunca he podido viajar. ¡Véame aquí, siempre en el mismo lugar! Y, cuando regrese, aquí me seguirá viendo, en el mismo rincón del aeropuerto, lidiando con gentes como usted”. Y yo lo miro a mi vez como diciéndole: “Pues si quiere, vuele usted; yo preferiría mil veces quedarme en su lugar”.
La verdad es que hace veinte años que no vuelo y, por tanto, he perdido la costumbre. Hubo una época en que me subía a los aviones con la misma confianza con que un fontanero trepa a las azoteas; pero, por lo que veo, esa época ya pasó. Ahora, para ser sincero, me tiemblan un poco las piernas.
En efecto, mi avión es esa especie de zancudo metálico que ya había entrevisto yo hacía unos momentos a través de los cristales. Lo abordo dando traspiés y, cuando ocupo mi lugar, me veo en el deber de encogerme y agacharme lo más que puedo. ¡Son tan diminutos los asientos, tan incómodos!
-¿No le parece a usted que son demasiado incómodos? –le pregunto a mi vecino de la derecha que no dice nada y se limita a callar. Creo que lo he interrumpido justo en el momento en que decía mentalmente sus oraciones.
Cuando veo que se arrellana y estira las piernas –lo poco que puede estirarlas-, vuelvo a preguntarle:
-¿No le parece a usted que son demasiado incómodos?
-¿Qué cosa? –me responde.
-Los asientos –digo.
-¡Ah! –exclama-. Los que cruzan el océano son más grandes, pero nosotros no vamos a cruzar ningún océano, sino sólo una frontera.
-¡Oh! –exclamo yo a mi vez. Su explicación me ha parecido de una rotundidad aplastante. Es verdad, sólo vamos a Houston. No cruzaremos, pues, ningún océano.
Mientras el avión despega, yo siento un vacío en el estómago del que pronto me repongo. No obstante, sigo tragando saliva. “Dios mío –pienso-, ¿y si me da un ataque de pánico?”. Y me imaginaba a mí mismo desabrochándome el cinturón de seguridad y gritando, agitado, por los pasillos: “¡Bájenme de aquí, por favor! ¡Me da miedo este artefacto!”. Pero no pasa nada de esto y, si se puedo decirlo así, logro superar la prueba sacando de mi bolsillo un libro que no leo; a lo más, me limito a mirar las letras para no tener que mirar las nubes. No logro concentrarme; definitivamente, no puedo. Por fortuna, el vuelo durará poco: una hora y cuarenta minutos, según se nos ha dicho a través del altavoz. “Una hora y cuarenta minutos no son, después de todo, una eternidad” –me digo a mí mismo para tranquilizarme. Ah, pero mientras transcurren, todo es posible…
Cuando aterrizamos somos conducidos a una sala en la que deberemos recoger nuestras maletas. Y la mía, por lo pronto, no aparece por ningún lado. La banda transportadora da una vuelta y luego otras diez, pero yo no consigo encontrar lo que buscan mis ojos. ¡Oh, no, mi maleta se ha perdido!
Una señorita uniformada –además de uniformada muy amable- me explica que mi equipaje se encuentre en este momento, tal vez, en el aeropuerto de Dallas, o en algún otro aeropuerto de la Unión Americana, pero que ya lo recuperaré tarde o temprano.
-Ojalá, señorita –le digo-, sea más temprano que tarde.
-Ojalá –me dice, esbozando una sonrisa triste, pero no angustiada.
Y, a pesar del contratiempo, no puedo evitar reírme de mí mismo. Yo tenía miedo del avión, de un ataque de pánico en pleno vuelo, pero no de perder mi equipaje; en cambio, el avión ha aterrizado bien, no me ha dado ningún ataque y he perdido mi maleta. ¡Siempre ocurre lo contrario de lo que pensamos! ¡Siempre lo opuesto a lo que tememos!
En una larga carta expedida el 8 de septiembre de 1889, escribió así Léon Bloy a su novia: “He notado mi dulce amiga, mi muy querida Juana, que nunca las cosas que yo temía tenían el desenlace funesto que mi imaginación me hacía entrever con espanto. La Providencia misericordiosa desarrollaba silenciosamente su plan y yo advertía, entonces, que todo se arreglaba en la forma admirable que no había esperado y que no había sabido prever. Para Dios no hay situaciones inextricables y, si tenemos plena confianza en Él, esperemos con calma el cumplimiento de sus designios, perfectamente seguros de que son adorables y sublimes y de que tienen por objeto cierto nuestra perfecta alegría”.
¡Hermosas palabras! Nunca sucede, en efecto, lo que tememos; ocurre siempre, en cambio, lo que Dios quiere.
Un día iba yo tembloroso al consultorio de un médico amigo mío que, al final de la revisión, me dijo sonriente: “¡Pero estás perfectamente bien!”. ¿Cómo era eso, si yo me sentía tan mal? Pero otro día en que fui muy contento a hacerme un chequeo de rigor, exclamó alarmado: “¡Tienes que internarte ahora mismo!”.
Lo que tanto tememos, es casi seguro que no pase nunca; pero ocurrirá lo que no temíamos. Por eso, el arte de vivir consiste en no vivir temblando en espera de lo peor, sino en no tener miedo a nada, pensando que lo que ocurra será, como muy bien lo dijo mi querido Bloy, para nuestra perfecta alegría.
Más articulos del autor: La confianza esencial
Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.