Carta desde el encierro de Madrid (Parte 1)
Cada salida de casa aumenta la probabilidad de infectarse, y de llevar el virus a sus personas queridas.
Hoy, 25 de marzo, los madrileños llevamos 12 días encerrados, y pasarán otros 15 días más sin salir de casa… si es que el confinamiento no se prolonga más allá del 11 de abril. Nuestras calles están desiertas, y eso que Madrid es una ciudad grande en términos europeos, pero sus 5 millones de personas palidecen si los comparamos con CDMX. Los únicos que circulan son autos de la policía, que controlan que los pocos que circulan tienen un serio motivo para hacerlo.
Todo el mundo vive pendiente de los periódicos y los noticiarios, que hablan de contagiados, de muertos y de curados, de decisiones de gobiernos y de pérdidas económicas. ¿Pero cómo vivimos los ciudadanos de a pie? Escribo estas líneas para transmitir experiencias y reflexiones personales. Es como una carta desde el futuro, porque lo que pasamos hoy en Europa llegará inexorable a América Latina. Ojalá estas líneas les ayuden.
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Créanme, no es nada fácil enfrentarse a un enemigo invisible cuyos efectos, cuando se notan – y en un 80 por ciento de casos casi pasan inobservados – lo hacen varios días después. Puedes sentirte estupendamente y, sin embargo, estar contagiado y contagiar. Y si se lo pasas a alguien en situación de riesgo, por edad o por enfermedad, le estás pasando un pasaje para el otro mundo.
Mi primer aprendizaje parece sencillo, pero no lo es tanto. Al inicio pensaba que lo que tenía que hacer era protegerme. No estar en contacto con personas que pudieran tener el virus. Lavarme las manos. Usar mascarilla. Pero pronto me di cuenta que estaba equivocado. Lo más práctico, porque es lo único que detiene el virus, es pensar que estoy contagiado (lo cual es altamente probable). ¿Qué debo hacer entonces? Lo mismo que antes, pero con mayor sentido de la responsabilidad: no dar la mano por ellos, toser en el codo por ellos, no ver a nadie por ellos, no por mí. Cada uno es responsable no de no contagiarse, sino de que la cadena de contagio se acabe en uno mismo.
Lo primero es lo que sucede en casa. Mi familia es numerosa, y tenemos cuatro aislados en sus habitaciones, a los que llevamos la comida en platos de plástico, y los restos van a bolsas que se tiran en contenedores especiales. Hay que atenderles, porque cada uno tiene sus preferencias. Para uno, leche sin lactosa; a otro le gusta el Acuarius; el tercero se nutre de yogures; el cuarto manda sus caprichos por wasap. En otro momento sería incluso cómico, ahora son manifestaciones de que les queremos.
La batalla con los niños pequeños tiene dos frentes: los niños… y sus profesores. ¡Y no sé qué es peor! Muchos colegios se han pasado al digital, y dan clases por Zoom, Google Meet o cualquiera de las plataformas digitales. Pero inundan de tareas a sus alumnos, que obviamente tienen que realizar en la computadora. Si tienes cuatro hijos, ¿de dónde sacas cuatro computadoras para ellos? La que tienes, la usas para teletrabajar… Si las familias lo hubieran sabido, se abrían preparado, pero nos dimos cuenta cuando ya estábamos encerrados.
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Tengo la suerte de que mi profesión, la enseñanza universitaria, me permite seguir trabajando a distancia. Dar clases online es parecido a las presenciales, pero hay que dedicarles más tiempo, para que sean provechosas a alumnos que están en su casa y probablemente en pijama. Los ejemplos tienen que ser mejores, las presentaciones requieren más fotos, la dinámica ha de ser más participativa, para que no te tengan por un programa de TV, que puedes seguir la trama mientras haces otras cosas.
Pero eso es lo de menos. Los que van a trabajar es porque sus tareas son indispensables: alimentación, transporte, seguridad, infraestructuras, periodismo… Cada salida de casa aumenta la probabilidad de infectarse, y de llevar el virus a sus personas queridas. Los que no pueden trabajar, les come las entrañas la preocupación de si perderán su trabajo, y los empresarios, si tienen que reducir plantilla hoy o la semana que viene. Peor están los autónomos, de si sus ahorros le durarán lo suficiente hasta que puedan volver a ganar: peluqueros, baristas, dentistas, tenderos de ropa…
Esta situación revela lo que es cada uno. Para los que tenemos fe, sabemos que estamos en las manos de Dios, y aunque las noticias de personas queridas enfermas o fallecidas te entristecen, sabes que hay un plan detrás, aunque no se acabe de entender.
*El autor es Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra y profesor universitario. Fundó y dirigió la agencia internacional de noticias Rome Reports.
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