Esta semana vi dos fotos impactantes. Una mostraba a un chamaquito como de siete años, que había agachado la cabeza, levantado los hombros y entrecerrados los ojos, como cuando alguien a quien le dan
miedo los rayos, ve un relámpago y se prepara para oír el tremendo trueno que vendrá.

La imagen no tenía nada de especial, ¡ah!, pero después descubrí que la habían tomado de un video, y ver éste situaba la foto en contexto y la volvía escalofriante: el niño estaba de pie en la mitad de la única iglesia católica de una ciudad devastada por los incesantes bombardeos.

Su gesto era de terror, se encogía porque aunque ya se había acostumbrado a asistir a Misa con el ruido constante de las bombas, esta vez el estruendo había sido demasiado cerca, y el niño anticipaba temeroso que la siguiente bomba arrasara su parroquia, el último y único refugio de familias, niños huérfanos, ancianos y personas con discapacidad que no tenían a dónde huir y que han sido acogidos y amorosamente atendidos allí por el párroco y unas religiosas que decidieron quedarse a pesar de saber
que tal vez no iban a sobrevivir.

La otra foto mostraba una desolada población en África, de la que 850 cristianos fueron secuestrados hace semanas por grupos terroristas fundamentalistas. Su caso no aparece en los noticieros, no interesa al mundo, pero sí a unos misioneros que han permanecido allí, valerosamente, para ayudar en lo que puedan a los familiares de los desaparecidos.

Son sólo dos fotos, no alcanzan a expresar todo el horror de la situación fotografiada, pero al menos dejan entrever la terrible realidad que se vive hoy en día: la fe en Cristo es motivo de persecución, de tortura, de amenazas, de cárcel e incluso de muerte en muchos países del mundo.

Según estadísticas de la institución pontificia ‘Ayuda a la Iglesia que sufre’, quienes más sufren discriminación y ataques en todo el mundo son los cristianos. No podemos conformarnos con contemplar sus fotos, conmovernos momentáneamente y seguir como si nada. ¿Qué podemos hacer?

Sólo hay dos opciones:
La primera, más radical, es ir a las misiones, es decir, participar con los hombres y mujeres, religiosos y laicos, que viven, temporal o permanentemente, en lugares devastados por la violencia, la pobreza, la falta de libertad religiosa, para solidarizarse con quienes sufren, sin distinción de credo, raza o condición social, y apoyarles en su necesidad.

La segunda es quedarnos donde estamos, pero apoyar desde ahí a las misiones. Este apoyo puede realizarse de dos modos:

El primero, lo podemos hacer este próximo domingo 19 de octubre, en que la Iglesia celebra el Domingo Mundial de las Misiones (Domund). Todo lo que se colecte durante las Misas dominicales se destinará a las misiones, especialmente a las más necesitadas de apoyo urgente. Así que podemos participar con un donativo que sea todo lo generoso que nos sea posible.

El segundo lo podemos practicar diario, consiste en orar por los misioneros. Pedir al Señor que los proteja en el peligro, los fortalezca en las dificultades, los aliente a continuar cuando todo parezca perdido.

Santa Teresita del Niño Jesús es la santa patrona de las misiones, aunque nunca fue a misionar ni salió de su convento. Es que las sostenía con sus oraciones y ofreciendo por ellos sus sufrimientos y dolores. Lo mismo podemos, y debemos, hacer nosotros.

Miles de misioneros y misioneras dependen de nuestra urgente ayuda, económica y espiritual, para poder continuar con su abnegada y heroica tarea, su testimonio cristiano de inquebrantable fe, esperanza y caridad.

Alejandra Sosa

Es escritora católica y creadora del sitio web Ediciones 72, colaboradora de Desde La Fe por más de 25 años.

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Alejandra Sosa

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