La inteligencia y las evidencias
Hay quienes aceptamos el hecho en un acto de fe y eso nos da libertad de espíritu
AYER: En el principio Dios creó los cielos y la tierra: verdad maravillosa asentada en el Génesis y que seguirá vigente porque es real, básica, sin vuelta de hoja. Y si surge algún tonto diciendo “es que yo tengo otros datos”, pues sencillamente estará confirmando su estulticia. La realidad de quien se confiesa ateo, no cambia la realidad de las cosas, más bien manifiesta una opinión nacida hasta por cuestiones filosóficas pero no explica el origen de todo cuanto es, lo veamos o no. A quienes se nos califica de “creacionistas” nunca alguien nos dará una prueba de lo contrario. Imposible. Tampoco hay una constancia directa y clara de aquel “principio”, del que vemos y tenemos solo las consecuencias. La inteligencia humana acepta y queda satisfecha constatando las evidencias.
HOY: Los avances científicos, filosóficos y teológicos siguen escudriñando todo cuanto nos rodea, y así como se constata la vastedad del universo y de la inteligencia humana, así también se abre -como abismo o cielo sin fin- la realidad de quien sustenta todo cuanto existe: Dios. Hay quienes aceptamos el hecho en un acto de fe y eso nos da libertad de espíritu, y hay quienes “deben” aceptar el mismo hecho al margen de la fe y tal vez se quedan esclavos de un sinsentido. El punto no se resuelve cantando victoria de una u otra parte, sino constatando que hay un botón de apagado/encendido y que Alguien tuvo que activarlo luego haberlo diseñado y colocado en el aparato que tenemos enfrente: el universo.
SIEMPRE: La sabrosa ironía de aquel dicho socrático (Yo solo sé que no sé nada), no ha de dejarnos en una absurda inacción ante tanto y tanto que nos rodea, más bien constituye un acicate para seguir abriendo los ojos, los oídos, la mente, el corazón, todo lo que somos y podemos ser, a las verdades que nos superan por más que sospechemos haberlas agotado. La actitud superficial de quien afirma “eso ya me lo sé y es así” o de quien pregunta retadoramente “¿y eso para qué?”, constituye una tumba para la inteligencia y un nudo gordiano para nuestra naturaleza siempre buscadora de más y mejor.