¿Te has preguntado quién canonizó a los primeros santos, incluso a san Pedro? Aquí te lo explicamos. Sigue leyendo.
Fue a partir del Siglo IV cuando los pontífices fueron asumiendo la responsabilidad de participar en las ceremonias de canonización, y concedían su visto bueno para que la comunicad pudiera rendir tributo a los Siervos de Dios, mártires en su mayoría.
Durante los tres primeros siglos de la Iglesia, el propio pueblo de Dios daba testimonio del martirio de muchos de ellos, y sabían que murieron sin renegar su fe y por amor a Cristo, de modo que no tenían dudas acerca de que aquellos mártires eran santos.
Pero hagamos historia. A partir del Edicto de Milán en el año 326 con el que el Estado Romano decretó la apertura religiosa en el imperio, se construyeron basílicas para rendir culto, por ejemplo, a San Pedro y San Pablo, en el mismo sitio donde fueron martirizados para que los mártires fueran mejor reconocidos.
En aquellos años, en los Procesos no se realizaban investigaciones profundas sobre la santidad de los mártires, pues los fieles, simplemente, se declaraban a favor de la santidad de una persona y eran canonizados por el pueblo, con aprobación de las autoridades eclesiásticas, y es que, en catacumbas como la de Santa Cecilia, en Roma, eran imposible enumerar los sepulcros, nombres, fechas y especificaciones de cada uno; esto dio pie a la fiesta de Todos los Santos, celebración que evolucionó a los Fieles Difuntos a raíz de una inquietud de San Odilón, Abad de Cluny (¿- 1049).
Luego, fue cobrando importancia la elevación a los altares de los cuatro primeros Doctores de la Iglesia del rito latino: San Ambrosio (340-397), Jerónimo de Estridón (346-430), Agustín de Hipona (354-430) y Gregorio Magno (540-604) y otros cuatro del rito griego: Anastasio (296-373), Juan Crisóstomo (347-407), Basilio de Cesaria (329-379) y Gregorio Nacianceno (328-389), además de los Confesores, cuyos méritos era la práctica de las virtudes en grado heroico.
Obviamente, el proceso para canonizar a estas personas era distinto al de los mártires de la primitiva Iglesia en donde los mismos fieles habían sido testigos del sacrificio de sus santos.
En estos nuevos casos no se hacía una profunda investigación, pero a partir del Siglo IV, los pontífices fueron asumiendo la responsabilidad de participar en las ceremonias de canonización y concedían su visto bueno para que la comunicad pudiera rendir tributo a los Siervos de Dios.
Esto derivó en el Siglo XII a la costumbre de que sólo el Papa podía canonizar. Por ejemplo, San Francisco de Asís (1181-1226) fue canonizado por la Iglesia en 1228, es decir, dos años después de su muerte. Nadie tenía dudas de su santidad. Imperaba la norma de “vox populi” y eso marcaba la pauta.
El Papa Urbano VIII, en 1642, emitió varios decretos para normar las causas de beatificación y canonización en un volumen de 63 páginas.
El 12 de octubre de 1625, a través de la Inquisición, limitó y condicionó los abusos de honrar a los Siervos de Dios que todavía no estaban canonizados y señaló que “La existencia de un culto que no fuera inmemorial constituía un impedimento para la introducción de la Causa de beatificación”.
Con el Breve ‘Caelestis Jerusalem Cives’, del 5 de diciembre de 1634 confirmó los decretos de la Inquisición y añadió nuevas normas: “La necesidad de instruir en las Causas de beatificación y canonización un proceso sobre la ausencia de culto ilegítimo” y es que se consideraba ilegítimo el culto que no fuera inmemorial, o que no hubiera comenzado 100 años antes de la publicación de dicho breve, es decir, antes de 1534.
Las beatificaciones empezaron en el siglo XVI y a partir del siglo XVII fueron pasos obligados para llegar a la canonización, y sólo excepcionalmente se podía proceder a ellas, saltando el primer paso, como ocurrió con San Carlos Borromeo, elevado a los altares el 1° de noviembre de 1610, sin haber sido beatificado pero cuyos milagros eran innumerables.
El Código de Derecho Canónico de 1917 estableció que se debe iniciar una investigación antes de proceder a la beatificación o canonización de un Siervo de Dios a través de dos procesos: uno diocesano y otro Apostólico.
Hoy se considera una sola investigación en dos fases: Diocesana que es una investigación profunda de la vida del candidato en la diócesis donde éste muere y una Romana, en donde se verifican las indagaciones a la luz de teólogos y peritos internacionales.
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