Las claves del padre José de Jesús Aguilar para consolidar nuestra felicidad: valores, actitudes y decisiones

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Homilía del Domingo XXI del Tiempo Ordinario

25 agosto, 2019
Homilía del Domingo XXI del Tiempo Ordinario
Cardenal Carlos Aguiar Retes en la Basílica de Guadalupe
Creatividad de Publicidad

Es cierto que de momento ninguna corrección nos causa alegría,… pero después produce frutos de paz y de santidad”. (Heb. 12,11)

Esto afirma el autor de la “Carta a los Hebreos” en el texto que escuchamos como Segunda Lectura (Heb. 12, 5-7.11-13). Y en el Evangelio encontramos otro tema que está íntimamente relacionado con éste. Narra el Evangelio que alguien, algún curioso, le preguntó a Jesús: “Señor, ¿es verdad que son pocos los que salvan?”. Jesús le respondió: “Esfuércense por entrar por la puerta que es angosta” (Lc. 13,23-24).

¿Por qué están relacionadas estas dos lecturas? La respuesta de Jesús a este personaje que cuestionaba sobre cuántos se iban a salvar y cuántos a condenar, fue: “Esfuércense por entrar en la puerta, y la puerta es angosta”. ¿En qué consistirá ese esfuerzo para alcanzar la salvación? ¿En luchar entre la multitud para que a mí me toque entrar por esa pequeña puerta? ¿Atropellar a los otros para yo tener lugar? Creo que estamos de acuerdo que ese no es el sentido.

Pero entonces, ¿en qué consiste ese esfuerzo? Jesús dice que la puerta es angosta, pero ¿dónde está esa puerta para poderla imaginar? El Evangelista Juan tiene la respuesta cuando muestra a Jesús afirmando: “Yo soy la puerta” (Jn. 10,9). No es el que abre y cierra la puerta, que según la tradición oral es san Pedro, quien tiene las llaves del Cielo. Cristo es la puerta, no el portero.

¿Y qué tipo de puerta puede ser una persona? Si es una persona la puerta, entonces necesitamos conocer a esa persona y tratar con ella. Es más, tenemos que ser discípulos de la puerta, discípulos de Jesús. Si Él es la puerta y nos está invitando a seguirlo, entonces tenemos que hacer el esfuerzo de conocerlo.

Más adelante Jesús dice que muchos se pondrán a tocar la puerta diciendo: “Señor, ábrenos”. Pero él les responderá: “No sé quiénes son ustedes” (Lc. 13,27). Cuando conocemos a alguien es porque ya nos hemos relacionado con él, sabemos cómo es, conocemos su voz, sabemos lo que piensa, qué cosas le gustan y le disgustan. Los que no van a entrar son aquellos que no conocen a Jesús.

Entonces el esfuerzo está clarísimo, y consiste en conocer a Jesús, tratarlo, relacionarnos con Él. ¿Y cómo es posible hacer este camino? La Segunda Lectura afirma: “Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor, ni te desanimes cuando te reprenda. Hay que escuchar al Señor” (Heb. 12,5).

Y eso es lo que estamos haciendo aquí al escuchar estas lecturas, que son la Palabra de Dios, y a través de esa Palabra, vamos conociendo a Jesús porque es el Verbo, la Palabra del Padre. Es la forma como Dios Padre se comunica con nosotros. Y esa Palabra la tenemos también que aplicar en nuestra vida, sentirla como una instrucción, un señalamiento. Cada quien escucha y tiene que llevar a su interior lo que escucha, y discernir si estoy conduciéndome conforme a esa Palabra o, al revés, ando por mal camino. Este es un primer paso para el conocimiento de Jesús.

Pero hay también otro paso, que es muy importante y complementario. Jesús dijo: “Esfuércense”. No respondió a quien le preguntó: “Esfuérzate”. Esto quiere decir que el esfuerzo de conocer a Jesús no lo podemos hacer solamente de forma individual, pues nos perderemos. Nos necesitamos unos a otros para poder hacer ese esfuerzo de tratar a Jesús y de conocerlo a fondo. Esta clave es sumamente importante.



La corrección se vuelve indispensable para saber si voy por el camino de un buen discípulo, que me conducirá al conocimiento de Jesús; por eso es necesario entender qué es la corrección, qué se necesita para la corrección: capacidad de escucha del que corrige y del corregido. Si no, pasa lo que dice el refrán sobre los consejos: La corrección entra por un oído y se va por el otro.

La corrección necesita la capacidad de escucharnos, saber por qué el otro me está diciendo lo que me dice, y por qué reacciono de forma positiva o negativa; porque el prójimo es el espejo en el cual yo debo de verme. Para ver nuestra cara necesitamos un espejo; y para ver nuestro interior también necesitamos el espejo de cómo me ven los demás. Porque si no hago ese ejercicio puedo fácilmente autojustificar mi conducta ya que conozco mis necesidades y mis limitaciones. Fácilmente nos disculpamos y nos autoengañamos.

En cambio, en el diálogo con los otros, en donde ponemos en común lo que pensamos, sentimos y observamos de la conducta mutua, surge la corrección fraterna, que es indispensable para esforzarnos y entrar en el conocimiento de Jesús.

Si los papás tuviesen una relación de esta naturaleza entre esposo y esposa, la familia funcionaría perfectamente: escuchándose, diciéndose lo que piensan, no tratando de ocultar cosas para que el otro diga lo que yo quiero, sino para buscar la verdad juntos, y juntos asumir las decisiones. Si los esposos actúan así, los hijos aprenderán esa capacidad de escucha, diciendo también lo que piensan, haciendo sus observaciones, dejándonos hablar. Y en ese diálogo, es entonces cuando se fortalece el espíritu, porque en el diálogo, en la Palabra, se hace presente Cristo. En esto consiste el “esfuércense”.

Mucha gente piensa que el esfuerzo es cumplir los mandamientos, las normas. Las normas son una referencia, las leyes son una referencia, pero no me salvan ni me justifican. Lo que me salva es el amor, no el cumplimiento de normas. Y el amor solamente se ejercita en la puesta en común de los que somos y tenemos. Y ese es el esfuerzo de todo diálogo interpersonal.

Qué difícil es corregirnos, y hoy más. Porque hoy ha crecido un dinamismo de “no te metas con mi vida, yo soy responsable de ella, y hago lo que quiero con ella”. Es un camino de perdición, un camino de condenación. Eso es lo que dice el Evangelio de hoy.

Tengo que tratar con Cristo, amarlo y, a partir de ahí, amar a mis hermanos. Las normas son simples referencias. Todo el objetivo de nuestra vida no es cumplir las normas, sino aprender a amar; y aprendiendo a amar, las normas se cumplen sin darnos cuenta, sin ejercitarnos ni esforzarnos en su cumplimiento. El amor es mucho más fuerte que el poder de la voluntad.

Pidámosle a María, porque ella sí supo amar. Por eso estuvo al pie de la cruz, y en todos los momentos difíciles de la vida de su Hijo Jesús. Pidámosle a Santa María de Guadalupe que nos enseñe, nos acompañe y nos conduzca para poder amar, aprendiendo a corregirnos, a relacionarnos con Jesucristo, la puerta de la salvación. Que así sea.





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