Foto: Vatican News
El 20 de mayo del año 325, en la ciudad de Nicea (hoy Iznik, Turquía), se celebró el primer Concilio Ecuménico de la historia cristiana. En aquella época, el emperador romano Constantino reunió a obispos de distintas regiones del mundo con el objetivo de resolver la controversia arriana, que cuestionaba la divinidad de Jesús, al afirmar que Jesús era una criatura creada por Dios Padre, y no Dios mismo.
El concilio resolvió algunas preguntas fundamentales: ¿quién es Jesucristo? ¿Era verdaderamente Dios? ¿Cómo entender su relación con Dios Padre?
La respuesta, que marcaría para siempre la historia de la fe cristiana, fue clara: Jesucristo es “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero”, como proclama el Credo de Nicea. Esta formulación no fue solo un ejercicio filosófico o teológico, sino un acto de fidelidad a la experiencia apostólica y al testimonio de los primeros cristianos.
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Hoy, a 1700 años de aquel histórico acontecimiento, la Iglesia no celebra el aniversario del Concilio como una simple efeméride; lo hace como una ocasión de renovación espiritual y de reflexión profunda sobre el núcleo de la fe cristiana. Así lo propone la Dimensión Episcopal de la Doctrina de la Fe de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), que invita a los fieles a volver la mirada hacia Nicea para redescubrir la riqueza de confesar que Jesús es el Hijo de Dios.
En un mundo marcado por fragmentación cultural, secularismo, relativismo y pluralismo religioso, la CEM sugiere una relectura viva y actualizada del dogma de Nicea. ¿Qué significa hoy afirmar que Jesús es el Hijo de Dios? ¿Por qué seguimos necesitando un Salvador?
“Confesar que Jesús es el Hijo de Dios y Salvador del mundo impulsa una evangelización centrada en su persona, no solo en valores generales. Es anunciar un encuentro con el Hijo que transforma vidas”, afirma el documento.
Esto significa que la fe cristiana no se reduce a una idea o a un sistema ético, sino que es un encuentro real y personal con Jesucristo, que transforma la existencia y da sentido a la vida. Se trata de una fe que se celebra en la liturgia, se transmite en la catequesis, se testimonia con las obras y se vive en comunidad eclesial.
Como bien recuerda la CEM, el Concilio de Nicea no inventó una doctrina, sino que custodió la experiencia apostólica. En él, la Iglesia discernió con la luz del Espíritu Santo una verdad que había sido creída desde los orígenes: Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre.
“No se puede comprender quién es Jesucristo sin su misión: salvar. Y no se puede comprender su misión sin su identidad divina”, subraya el documento.
Además, el Concilio de Nicea también nos habla de comunión. Fue un momento de unidad, donde obispos de culturas, lenguas y regiones distintas se reunieron para discernir juntos la fe de la Iglesia. Esa vocación a la unidad sigue siendo un llamado urgente para nuestro tiempo. El Credo de Nicea sigue siendo recitado por católicos, ortodoxos y confesiones protestantes.
El Concilio de Nicea no es solo una página en la historia: es una brújula para el presente y el futuro de la Iglesia. Nos recuerda que la fe no cambia en su esencia, aunque debe ser anunciada de forma siempre nueva. Nos invita a proclamar a Cristo no como un personaje del pasado, sino como el Señor vivo y actuante, que sigue salvando, sanando y reuniendo a su pueblo.
En palabras de la CEM, el aniversario de Nicea es una oportunidad para “volver a las fuentes, vivir con renovado fervor el Evangelio y confesar con alegría que Jesucristo es el Hijo de Dios y Salvador del mundo”.
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