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Homilía del IV Domingo de Pascua

“Ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado cómo seremos al final” (1Jn. 3,2). Con estas palabras, el apóstol san Juan explica nuestra condición en relación con Dios: somos sus hijos ya, pero todavía en proceso, en desarrollo, en crecimiento, y no sabemos cómo seremos al final de nuestra vida. Es la […]

“Ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado cómo seremos al final” (1Jn. 3,2).

Con estas palabras, el apóstol san Juan explica nuestra condición en relación con Dios: somos sus hijos ya, pero todavía en proceso, en desarrollo, en crecimiento, y no sabemos cómo seremos al final de nuestra vida. Es la misma experiencia humana que recogemos en el seno de nuestras propias familias. Lo mismo que pasa en la familia humana sucede en la familia de Dios. Y en este proceso de desarrollo vemos la indispensable necesidad de la puesta en común de las distintas generaciones que integramos nuestra familia: de los papás para los hijos, la labor de los hijos entre sí, y la labor de los abuelos y de la familia en el sentido amplio, para tener un ambiente propicio en donde cada ser humano pueda desarrollar sus potencialidades y crecer de tal forma, que se convierta en un hijo de esa familia, que aporta a la sociedad positivamente, que le trae beneficio y no perjuicio.

Este desarrollo –afirma el Evangelio de hoy (Jn. 10,11-18)– necesita ser conducido. Un hogar, una familia humana, tiene que tener una cabeza. Así también la familia de Dios. La Iglesia necesita una cabeza, una conducción, y dependiendo del tamaño de ella, necesita colaboradores indispensables para realizar esta conducción, para que esa familia funcione bien.

Hoy, con esta simbología del pastor y las ovejas, Jesús explica que quien conduce tiene que ser generoso en dar su vida. Tiene que darlo todo para salvar al rebaño de los riesgos y peligros por los cuales camina. Ésta es la labor que ha dejado Jesús, único y eterno Pastor, en las manos frágiles y limitadas de quienes ha llamado a través de esa inquietud que siembra en nuestro corazón y que la hace crecer por medio del Espíritu. Las vocaciones consagradas al servicio de la conducción y de la marcha de la gran familia de Dios son indispensables para que la Iglesia cumpla su misión; de ahí la importancia de las vocaciones, de ahí la importancia de este Cuarto Domingo de la Pascua, en que toda la Iglesia ora y promueve las vocaciones consagradas, especialmente las sacerdotales.

Hermanos, también vemos con grande esperanza la Primera Lectura (Hch. 4, 8-12). En ella, Pedro da testimonio de que lo que hacemos como discípulos de Cristo y como apóstoles suyos, lo hacemos en el nombre de Jesús de Nazaret.

Nuestra fe centra nuestro trabajo y hace nacer nuestra esperanza. Por ello, a lo largo de veintiún siglos la Iglesia ha realizado su misión, ha podido transmitir la fe a las siguientes generaciones, y ha tenido un aporte en algunos momentos de la historia para marcar el estilo de vida de nuestra sociedad, dándole un sentido a partir de la dignidad del ser humano, de que todo ser humano es hijo de Dios y, por tanto, creatura, para ser una más en la familia del Señor.

La Iglesia no termina su misión preparándonos para el momento final de nuestra vida y entregarnos al Reino de Dios en plenitud, en el Cielo; la Iglesia tiene un aporte sustancial en la vida social, pero depende de nuestra manera de vivir la fe y de la manera de entrelazar nuestras relaciones.

Hay una complejidad de problemas sociales en nuestro tiempo. Vivimos en una sociedad que deteriora su tejido social y que ha desatado dinamismos negativos de violencia, odio y venganza, que nos han llevado a polarizarnos, a enfrentarnos, en lugar de sumarnos para resolver nuestros problemas.

Por eso el Papa Francisco insiste, una y otra vez, en que somos una Iglesia misionera, que la Iglesia no es para que ella viva para sí misma; nuestra preocupación fundamental no es que la institución eclesial sea suficiente y autosuficiente para desarrollar su misión, sino ser una institución sólida, en vista del aporte social que debemos dar los católicos.

La Iglesia en salida –dice el Papa– nos lleva a estar en todos los ámbitos de la vida social, y esto será posible cuando haya una conducción pastoral que anime no solamente a nutrir nuestra fe cuando venimos a los actos de celebración cultual, sino a manifestar los valores del Reino de Dios en nuestro propio ámbito laboral y social. Tenemos que romper ese divorcio entre fe y vida que nos daña, y tenemos que empezar a darnos cuenta que nuestra misión es anunciar la fe, nuestra esperanza de que esta familia de Dios sea una.

Por ello, afirma Jesús en el Evangelio: reconocemos que hay muchas ovejas que están fuera del redil (Jn. 10,26), pero Jesús anhela que vengan, y por eso están abiertas las puertas para todo aquél que lo reconoce a Él como Salvador y Mesías. Esta es la misión de la Iglesia.

Por esta razón los invito para que en esta Eucaristía pidamos mucho por nuestros sacerdotes y por nuestros futuros sacerdotes, para que me ayuden en esta gran misión que Dios me ha encomendado a través del Papa Francisco, de conducir esta Arquidiócesis de México. Sin ellos no la podré realizar. Con ellos podremos cumplir lo que Dios espera de nosotros. Oremos por ellos, y oren por favor por este humilde servidor que necesita de todos ustedes.

Pidámosle a María de Guadalupe que maternalmente nos acompañe, nos fortalezca, nos anime y nos llene de esperanza, y para que la Iglesia sea ese fermento y levadura para volver a tener una sociedad fraterna, solidaria y subsidiaria. Que así sea.

 

+Carlos Cardenal Aguiar Retes

Arzobispo Primado de México