Homilía pronunciada por el Card. Rivera en la Catedral de México
22 de Octubre del 2017, XXIX Domingo del Tiempo Ordinario. El Evangelio de hoy nos habla de dos grupos: los fariseos y los herodianos, que hicieron una pregunta capciosa a Cristo. No dieron la cara ellos mismos, sino que enviaron a unos seguidores. La pregunta hecha a Jesús es de carácter político. La respuesta […]
- 22 de Octubre del 2017, XXIX Domingo del Tiempo Ordinario.
El Evangelio de hoy nos habla de dos grupos: los fariseos y los herodianos, que hicieron una pregunta capciosa a Cristo. No dieron la cara ellos mismos, sino que enviaron a unos seguidores. La pregunta hecha a Jesús es de carácter político. La respuesta es sorprendente, desarmó la violencia y la intención malévola con que fue hecha: “Dad a César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Sin duda que los discípulos de Jesús respiraron tranquilos al ver salir a Jesús, su Maestro, airoso de aquella situación. Y los autores de la pregunta quedaron desconcertados al verse implicados más allá de lo que pensaban. La respuesta de Cristo delimita competencias, salta por encima de la casuística y alcanza a todos, colocándonos en el terreno del compromiso y del deber, tanto en la responsabilidad hacia Dios, como en la responsabilidad civil.
Algo muy importante que Jesús distingue es el “sí” al pago de impuestos y el “no” a la divinización del emperador. Roma mandaba: “Paga el impuesto al César, que es un ser divino, y adora a los dioses de Roma puesto que vives en su imperio”. Con su respuesta Cristo deja muy en claro que: si el César tiene derecho a recaudar fondos e impuestos, la adoración pertenece única y exclusivamente a Dios, independientemente del gobierno en turno. En la respuesta de Jesús se reconocen los derechos del Estado, pero se subrayan los derechos de Dios en la vida de los hombres. Dios tiene derecho a estar presente en todos los sectores de la vida. Cuando se trata de humanizar o deshumanizar la vida, allí está Dios en juego, porque la vida y el hombre son suyos. Por eso el creyente debe ser al mismo tiempo el más leal colaborador en el orden civil y el que denuncia las injusticias y atropellos de la dignidad del ser humano.
A partir de esta respuesta dada por Cristo, los Apóstoles instruyeron a los primeros cristianos sobre sus compromisos civiles y sociales, así tenemos un texto en la Primera Carta del Apóstol Pedro: «Acaten toda institución humana por amor al Señor; lo mismo al emperador como soberano que a los gobernadores como delegados suyos»; y San Pablo a los Romanos: «Sométase todo individuo a las autoridades constituidas; porque toda autoridad viene de Dios». Hoy ya no debería haber emperadores con aspiraciones divinas, creyéndose dueños de la vida de los demás; el poder pertenece al pueblo en los parámetros normales de las sociedades democráticas. El planteamiento del Evangelio de hoy podría formularse así: El impuesto debe ser pagado con sentido de responsabilidad, exigiendo que los fondos públicos siempre sean utilizados para el bien común de la sociedad y no para su destrucción y nunca contra la sacralidad de la vida.
La primera afirmación de Jesús es una rotunda defensa del respeto y la obediencia que se debe a la autoridad civil legítimamente constituida o aceptada por el pueblo. El alcance del poder temporal tiene un horizonte muy amplio, tiene su legítima autonomía, como lo declaró el Concilio Vaticano II. Abarca todo aquello que está destinado al bien de la comunidad, al marco jurídico-legal aprobado por la mayoría del pueblo o de sus legítimos representantes. Hay que obedecer al gobierno en todas las leyes y normas que tienen como meta los derechos humanos y sus deberes correspondientes.
En contrapartida, la autoridad civil tiene como límites todo aquello que va en contra de los ciudadanos, porque el poder del gobernante no tiene más función que el servicio efectivo al pueblo que lo eligió o aceptó. Cuando la autoridad se sale del marco legal desde donde puede y debe gobernar, no hay obligación de tributarle obediencia, y si se opone abiertamente a los derechos humanos fundamentales, entonces hay que negarle la obediencia.
Pero, ¿y si se opone a los derechos divinos? ahí está la segunda limitación del poder civil, sancionada por la sentencia de Jesús: “Dad a Dios lo que es de Dios”. A muchos que les gusta citar la sentencia de Jesús, solo citan la primera parte y le ponen sordina a la segunda parte de la sentencia. “Dad a Dios lo que es de Dios” Por una parte, esto significa que la autoridad humana no es absoluta. Aunque tiene como campo de su autonomía el bienestar social, este mismo bien exige que respete la ley natural, el proyecto de Dios sobre el hombre y no se oponga a él con leyes injustas o inhumanas. Pero también, respetando positivamente a Dios, para lo cual no hace falta que ponga su nombre al frente de la Constitución, pero sí que se respete su presencia en la conciencia de los creyentes, por esto los gobernantes deben legalizar y proteger en la práctica la libertad de conciencia, de religión y de culto, a fin de que los ciudadanos puedan profesar, privada y públicamente su amor y respeto a Dios, como individuos y como grupo, en la intimidad de su vida y en la sociedad en que conviven. Este deber de “dar a Dios lo que es de Dios” no sólo compete al Estado, sino que urge también a cada uno de los hombres y sociedades intermedias, que debemos poner la obediencia a Dios por encima del respeto al César.
Siendo la Iglesia la continuadora de Jesús en la historia, podemos concluir que puede y debe meterse en política como lo hizo Jesús. Jamás participando en política de partidos y siempre recordando a los cristianos y a los hombres en general que deben obedecer y respetar a la autoridad en todo y sólo aquello que se dirija en bien de la comunidad. Y recordando a la autoridad civil que sólo tiene poder para legislar en favor de los derechos y deberes humanos sin oponerse a los divinos. Si la Iglesia quiere ser fiel a su Maestro no puede descuidar la dimensión social del cristianismo, que nos manda dar al César lo que es del César, obedeciendo todas las leyes justas, pero también, defendiendo siempre la dimensión religiosa de la vida humana, que nos ordena dar a Dios lo que es de Dios.