Homilía del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario
Ojalá que todo el pueblo de Dios fuera profeta y descendiera sobre todos ellos el Espíritu del Señor” (Nm. 11:29) Así afirma Moisés ante la noticia que le hace llegar su secretario, Josué, de que habían comenzado a profetizar dos, que no estaban presentes cuando Él pidió a Dios derramar su Espíritu no sólo sobre […]
Ojalá que todo el pueblo de Dios fuera profeta y descendiera sobre todos ellos el Espíritu del Señor” (Nm. 11:29)
Así afirma Moisés ante la noticia que le hace llegar su secretario, Josué, de que habían comenzado a profetizar dos, que no estaban presentes cuando Él pidió a Dios derramar su Espíritu no sólo sobre él, sino también sobre 70 ancianos, para que le ayudaran a conducir al pueblo de Dios (Nm. 11:16-28).
Es importante recordar que este deseo está cumplido en Jesucristo, y que lo hemos recibido todos el día en que fuimos bautizados. En el Bautismo se nos ha conferido, por gracia de Dios, la asistencia del Espíritu Santo; por eso es que desde el Bautismo participamos del ser profetas, sacerdotes y reyes, lo cual, traducido para nuestros contextos actuales, significa ser pastores, conductores de los demás, ayudantes en el camino. ¡Todos somos profetas!
Pero también es bueno recordar qué significa ser profeta. La mayor parte de nuestra gente piensa que es adivinar el futuro, pero esa no es más que una dimensión, la menos frecuente del profetismo. El profetismo es hacer presente a Dios a través de nuestra persona, de nuestra comunidad, de nuestra familia, de nuestro pueblo. El profeta es aquél que proclama que Dios está en medio de nosotros. Por eso es connatural a nuestra existencia el ser discípulos de Cristo, y eso es lo que debemos realizar nosotros.
Nos daña mucho el creer que somos unos cuantos los que tenemos esta misión de ser profetas. Como lo vemos en el Evangelio –al igual que ocurrió con Moisés en su tiempo–, los discípulos de Jesús le dicen que hay otros que andan por ahí profetizando. Entonces, Jesús les explica claramente que si no hablan en contra suya, que si presentan, como él lo hace, a Dios misericordioso en medio del pueblo, “entonces están con nosotros” (Mc 9,38-40).
A partir de estas dos lecturas podemos ver que la envidia y el exceso de celo por mirar que otros también puedan hacer lo que todos debemos hacer, y que pensemos que sólo nosotros lo podemos hacer, impide que el Espíritu del Señor se haga presente; origina la división, la competencia, la rivalidad, y, por tanto, en lugar de cumplirse la misión de hacer presente a Dios en la vida de hoy, la obstaculizamos. Porque si algo indica que Dios está presente es la comunión, ese sentir común, ese anhelo común, y esa flexibilidad para aceptar que en el prójimo también actúa la gracia y la acción del Espíritu Santo.
Ante esta enseñanza, es bueno recordar dos dimensiones muy importantes del profeta; las vemos en la segunda lectura, del apóstol Santiago: hay que señalar la injusticia, y aún denunciarla en algunos casos; esa injusticia que provoca desigualdad; esa injusticia que probablemente el otro, ensoberbecido, no alcanza a ver, no alcanza a descubrir que con sus actos está dañando a su prójimo.
Debemos ser proclamadores de la justicia, pero también señalar caminos de cómo ejercitarla entre nosotros, y esta es la segunda dimensión. No basta indicar que aquello no está bien; se necesita además señalar el camino, decir por dónde avanzar, y eso es lo que hace Jesús en el Evangelio: en primer lugar les asegura que todo aquél que les dé a beber un vaso de agua, por el hecho de que son de Cristo, no se quedará sin recompensa (Mc. 9:41). Nos anima a la generosidad y la caridad, a la comprensión de las necesidades del otro, así sea sólo un poco de sed.
Luego nos pide evitar la ocasión de pecar, no ser causantes de escándalo para los pequeños y para el prójimo en general; no debemos inducir al mal a nadie, tenemos que ver bien que nuestra conducta se adecúe a los mandamientos de la ley de Dios y a las enseñanzas de Cristo prolongadas en la Iglesia, para mostrar así el fruto del profetismo, que es el testimonio de vida de que somos hijos de Dios, miembros solidarios y fraternos de una familia que ama la paz.
Aunque en nuestra patria todavía hay una mayoría que se identifica como discípulos de Jesús, no muchos ejercemos nuestro profetismo, la evidencia está en toda la agresión que hay, en la violencia, en tanta falta de respeto a la dignidad humana. Pidámosle a María de Guadalupe, que ha venido aquí para ser nuestra Madre y, como toda madre, para enseñar a sus hijos lo básico, lo más importante de la vida: el amor.
Que el Señor nos conceda ser profetas a todos los católicos, y especialmente a los de nuestra patria. ¡Que así sea!
+Carlos Cardenal Aguiar Retes
Arzobispo Primado de México