Papa Francisco: “La polarización es una enfermedad latinoamericana”
Reflexión sobre la polarización que destruye en la sociedad latinoamericana la bondad, la verdad y el amor sin fingimiento.
En su reciente discurso ante los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, el Papa Francisco refiriéndose especialmente a América Latina, pone el acento en una enfermedad y/o pecado social actual y creciente que podemos llamar “grieta”, “binarismo”, “reduccionismo”, o como el mismo la llama “polarización”.
Textualmente el Santo Padre expresó que: “Las polarizaciones, cada vez más fuertes, no ayudan a resolver los auténticos y urgentes problemas de los ciudadanos, sobre todo de los más pobres y vulnerables, y mucho menos lo logra la violencia, que por ningún motivo puede ser adoptada como instrumento para afrontar las cuestiones políticas y sociales”.
Las polarizaciones no surgen naturalmente y mucho menos de manera ascendente en la escalera social. La necesidad de dividir el pensamiento, las personas, los sectores sociales de manera dicotómica generalmente se producen desde altas esferas del poder y luego se “bajan” como una epidemia a toda la población.
Es el pecado de la desintegración que busca arrinconar las ideas y los pueblos y que tristemente es funcional a diferentes formas de violencia económica, social y política. Se trata de la antigua fórmula del fundamentalismo del odio que se siembra sin descanso en las trincheras del alma de los pueblos para generar una guerra casi intangible pero difícil de desarraigar.
El odio social polarizado es generador de viejos y nuevos males que como también menciona Francisco en ese discurso produce “tensiones e insólitas formas de violencia que empeoran los conflictos sociales y generan graves consecuencias socioeconómicas y humanitarias”.
En los Evangelios vemos al Señor Jesucristo enfrentándose al ataque de las polarizaciones fundamentalistas cuando intentan hacerlo entrar en contradicción binaria sobre el pago de impuestos al imperio romano (Mateo 22, 15-22). El Señor no duda en desenmascarar la maniobra con duras pero precisas palabras: «Jesús, dándose cuenta de la mala intención que llevaban, les dijo: —Hipócritas, ¿por qué me tienden trampas?».
Esta referencia bíblica nos puede acercar reflexiones para llamar nuestra atención acerca del rol de algunas expresiones religiosas fundamentalistas que a través de su poder proselitista buscan, y muchas veces utilizando símbolos religiosos para exaltarlos o descalificarlos, sembrar división entre los pueblos. Terminan, como los fariseos fundamentalistas de los relatos evangélicos, siendo funcionales a los poderes políticos imperiales y sus aparatos de opresión, difusión y corrupción.
Pero este pecado de la polarización tiene en los pueblos, y especialmente en los sectores más humildes y vulnerables de nuestro continente amerindio, la purificación de una cultura del encuentro imparable y la sabiduría de continuos esfuerzos de convivencia pacífica, pluricultural y multireligosa.
Esta enfermedad del odio que amenaza con ser una pandemia social autodestructiva tiene en el ADN de nuestros pueblos los anticuerpos de la bondad, la verdad y fundamentalmente del amor sin fingimiento.
Tomando muy en serio el realismo de las palabras del Papa Francisco de que “En general, los conflictos de la región americana, aun cuando tienen raíces diferentes, están acomunados por profundas desigualdades, por injusticias y por la corrupción endémica, así como por las diversas formas de pobreza que ofenden la dignidad de las personas” , no olvidamos su llamado a la esperanza que también levanta sus vacunas y santidades.
Los polarizantes del relato evangélico que intentaron poner al mismo hijo de Dios en un extremo de su grieta, debieron salir avergonzados y admirados de su respuesta. A los poderes políticos les toca lo que les corresponde: Esforzarse por restablecer con urgencia una cultura del diálogo para el bien común.
A los religiosos, dar a Dios lo que le pertenece: Sembrar el amor y la misericordia en las trincheras del alma de las personas y los pueblos hasta transformarlos en caminos llanos donde la esperanza pueda transitar y tierra fértil donde la justicia pueda florecer.
Por Marcelo Figueroa