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COLUMNA

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El amor y la dicha

Hay amores que, capaces de soportar lo amargo, son incapaces de soportar lo dulce; que, capaces de soportar las penas, son incapaces de soportar la gloria

29 julio, 2024

Cuando se casaron, él era joven, y ella también; él era pobre, y ella también; él la quería, y ella también a él. Parecían estar hechos el uno para el otro.

 Se conocieron en un parque. Él había estado jugando fútbol, la pelota fue a dar a un sitio lejanísimo y fue a detenerse justo a los pies de ella, que se inclinó a recogerla. ¿Por qué precisamente a los pies de ella y no de otra? Bueno, eso habría que preguntárselo a la Providencia divina.

 Ella tomó el balón con ambas manos, lo puso en las de él y se le quedó mirando fijamente. Él también la miró fijamente, y allí empezó todo.

Salieron durante diez meses, vieron juntos algo así como doscientas películas y luego ya no pudieron vivir –y luego ya no quisieron vivir- el uno sin el otro.

Al sexto mes de ver películas tomados de las manos, ella hizo un descubrimiento: estaba embarazada. Lo cual quiere decir que durante ese tiempo hicieron algo más –o mucho más- que ver películas.  Ella estaba alarmada, pero él le dijo:

-Tranquilízate. Nos casamos y ya está.

Se casaron. Él, por el momento, suspendió sus estudios de ingeniería, y ella los suyos de arquitectura.

El padre de él les permitió vivir en su casa durante una corta temporada.

 -Pero muy corta –les dijo a ambos, a manera de advertencia-. Y espero que no abusen de mi hospitalidad. Casados significa “casa-dos” –les explicó-. Casa para dos. O sea, que no pueden permanecer aquí mucho tiempo. Tan pronto como consigas un trabajo –le dijo a él-, o tú –le dijo a ella-, o los dos, se marcharán. ¿Estamos de acuerdo?

Estuvieron de acuerdo. Entonces, una noche, con la luz apagada y la mirada encendida, ella le dijo a él:

-Mañana empiezo a buscar trabajo. ¡Calla, no digas nada, no protestes! Yo trabajaré y tú estudiarás. Te faltan sólo tres semestres para acabar tu carrera. Acábala.

-Pero, ¿y tú?

-Yo, mientras tanto, trabajaré, ya te lo he dicho.

-¿Quieres decirme que vas a mantenerme?

 -Más o menos.

  -¡No acepto el trato!

Lo aceptó. A ella le faltaban más semestres. En cambio, si él se titulaba, podría sacar adelante más fácilmente a la familia.

-Papá, ¿podemos quedarnos en tu casa año y medio? Sólo año y medio. No te pido más.

El papá cortaba en dos una manzana: era la hora del desayuno. Dijo:

-De acuerdo. Pero sólo año y medio, y ni un día más. Casados significa “cada-dos”.

  -Ya lo sé, papá.

Todo sucedió como había sido planeado. Él estudiaba, ella trabajaba y el nieto, durante el día, era cuidado por la abuela.

Cuando concluyó sus estudios, él consiguió un trabajo de poca monta, pero al menos podían ya ser independientes. Rentaron un pequeño departamento en la periferia de la ciudad, y la vida siguió su curso con normalidad.

Como no era mal ingeniero, él fue promovido a un puesto de mayor nivel y mejor pagado. Se compraron una casita en un barrio modesto de la ciudad. No era la gran cosa –no era la gran casa-, pero al menos era suya.

Luego vinieron dos hijos más y ella ya no estudió. Él, por su parte, seguía escalando. Cuando voló por primera vez por cuestiones de trabajo –no muy lejos: a una ciudad texana-, se dijo a sí mismo que estaba internacionalizándose. Y así era, en efecto.

 Luego viajó a Europa, a África, a Asia. Nunca voló a Oceanía, pero no le interesaba. De pronto, era ya el jefe de la planta. ¡Todo esto en el lapso de diez años! ¿No era maravilloso?

Era ahora un hombre importante, al menos en cierto sentido. Y, como era aún joven, las mujeres lo asediaban, como suele decirse. Me corrijo: no era por joven por lo que lo perseguían, sino porque era importante. Ahora conducía un Alfa Romeo y vivía en la zona residencial de la ciudad.

 He dicho que las mujeres lo perseguían. Una lo alcanzó. ¿Y su mujer, mientras tanto? Ah, ella era poca cosa, un pecado de juventud. ¡Además, ni siquiera hablaba inglés!

 Él, sin decir agua va, despareció de la vida de ella. Aún hoy no sabe dónde está. Sólo recibe mensualmente, cargado a su tarjeta, el dinero necesario para la manutención de los niños.

-Y pensar –me dice- que por él renuncié a todo. ¡Y ya no soy joven!

 Yo le digo que hay amores que, capaces de soportar lo amargo, son incapaces de soportar lo dulce; que, capaces de soportar las penas, son incapaces de soportar la gloria. Ya sé que esto no puede consolarla, pero igualmente se lo digo, no sé por qué.

En 1924, es decir, hace ya casi una eternidad, Henri Bordeaux (1870-1963), el novelista y académico francés, escribió un divertimento novelístico titulado El amor y la dicha. En él quiso probar que el amor y a dicha no se llevan bien y que, más que aliados, son como el agua y el aceite, o como la leche y el limón. “Un vencedor es un egoísta. ¿Será verdad –se pregunta- que un vencedor no puede amar?”. “La dicha es muy absorbente: no deja sitio para el amor”. “El amor y la dicha son enemigos: hay que escoger entre ellos”. Quizá tenía razón.