Palabras hastiadas

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Homilía en la Solemnidad de la Ascensión del Señor al cielo

Homilía pronunciada en la Basílica de Guadalupe el 2 de junio de 2019, solemnidad de la Ascención del Señor al cielo.

2 junio, 2019
Homilía en la Solemnidad de la Ascensión del Señor al cielo
Cardenal Carlos Aguiar Retes

“Ustedes son testigos de esto. Ahora, yo les voy a enviar al que mi Padre les prometió” (Lc. 24,48-49).
Estas fueron las últimas palabras que los discípulos escucharon antes de que Jesús subiera a la Casa del Padre. Pero, ¿de qué eran testigos los discípulos? Nos lo cuenta la Primera Lectura que acabamos de escuchar, donde Jesús, a la pregunta: “¿Señor, ahora sí vas a restablecer la soberanía de Israel? (Hch. 1,6), les dice claramente: “A ustedes no les toca conocer el tiempo ni la hora que el Padre ha determinado con su autoridad. Pero cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, los llenará de fortaleza y serán mis testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaria y hasta en los últimos rincones de la tierra” (Hch. 1,7-8).

El testimonio que pide Jesús a los discípulos es lo que han visto con sus propios ojos. Contemplaron a Jesús morir en la Cruz, lo sepultaron y, una vez resucitado, pasó con ellos cuarenta días. Estos encuentros con quien había muerto y vuelto a la vida; con quien había pasado por el sepulcro y resucitado, es lo que habían visto con sus propios ojos los discípulos. Así comenzó la Iglesia, con este fuerte testimonio de algo inaudito.

¿Cómo un hombre –que según las autoridades de su tiempo, había sido crucificado porque lo consideraron blasfemo y hereje -no sólo porque decía que era el Mesías, sino porque afirmaba ser el Hijo, del mismo Dios Padre– llega a ese sufrimiento de una sentencia de muerte injusta, y al ser sepultado, su Padre –que lo había enviado para ser como uno de nosotros–, le devuelve la vida? Esto es algo único en la historia.

Y en los cuarenta días de Pascua, los discípulos se ven reconfortados. Imagínense ustedes ese sentimiento que vivieron cuando vieron morir a su Maestro, en quien habían puesto toda su confianza, toda su esperanza. Ahí terminaban todas sus ilusiones y proyectos. Pero al verlo de nuevo vivo, al recuperarlo, ¡qué no habrán sentido!

Esta es la fuerza del testimonio que les pide Jesús; testigos de que la vida del ser humano no acaba con la muerte; testigos de que, aunque pasen injusticias y sufrimiento, la vida no acaba ahí. “Irán como yo, a la Casa del Padre”.

Esto lo entendemos muy bien. Sabemos que esta experiencia única en la historia les tocó a ellos, y a ellos les pidió este testimonio que fue tan fuerte que, sólo en un siglo, el cristianismo se extendió en toda la cuenca de los pueblos en torno al Mediterráneo, y especialmente, en la cabeza del reino, del Imperio Romano, en la misma Roma.

Esa fuerza que tenían, les venía del Espíritu Santo. Jesús, al despedirse, les dijo que permanecieran en la ciudad hasta que recibieran la fuerza del Espíritu Santo, que los estaría acompañando como lo acompañó a Él para realizar su misión (Lc. 24,49).

Pero este misterio de la Ascensión del Señor al cielo, que hoy recordamos – para ir llegando al término del tiempo pascual el próximo domingo de Pentecostés– está dirigido también a nosotros. No es simplemente recordar este momento único de la historia de la humanidad. Esta Palabra de Dios que hemos escuchado ha sido dirigida también a nosotros. Es a nosotros, hoy, a quienes Jesús nos dice: “Ustedes son testigos de esto”.

¿Nosotros? Pero si nosotros no hemos visto con nuestros propios ojos al Resucitado como lo vieron los discípulos. Sin embargo, nosotros hemos tenido la transmisión de la experiencia, gracias a las anteriores generaciones. Veintiún siglos durante los cuales, quienes han creído, han dado la vida por seguir transmitiendo que Jesús está vivo y que nos ofrece una y otra vez la fuerza del Espíritu Santo. ¿Para qué? Para que descubramos que hemos sido creados para ser hermanos, para generar fraternidad entre nosotros.

Quien cree en Cristo tiene la confianza y la esperanza de generar en su ambiente de vida una fraternidad, una hermandad, en donde se vivan los valores del Reino que son la justicia y la paz, y aprendamos el ejercicio de amar para poder ser testigos del amor misericordioso de Dios Padre, que nos envió a su Hijo y que está con nosotros.

Eso es lo que celebramos en cada Eucaristía. Cristo se hace presente de forma misteriosa pero real, a través del Pan y del Vino que son consagrados. Son presencia de Jesús para nuestro alimento, para que nosotros avivemos la fuerza del Espíritu Santo, para que nosotros tengamos esperanza.

Vivimos momentos difíciles en todo el mundo, y también en nuestro querido país. Vivimos inseguridad, injusticias, y muchas situaciones de drama y tragedia que se generan ante distintos problemas. Estos no van a desaparecer, simplemente pidiéndole a Dios en la oración, van a desaparecer cuando acompañemos esa oración, siendo instrumentos de la acción de Dios en los ambientes de nuestra propia vida, rompiendo las sinergias y dinamismos negativos, que son el anonimato y el individualismo.

Nos necesitamos los unos a los otros; necesitamos generar ese ambiente cordial y afable, de respeto a la dignidad humana, en el interior de la familia. Padres e hijos, y con los demás parientes; en el interior del barrio, de la vecindad. Tenemos que conocernos; no tengamos miedo de salir al encuentro de quienes compartimos la vida en el ámbito laboral; no tengamos miedo de ayudar al necesitado que encontramos en la calle; no tengamos miedo de los demás, generemos esa confianza en nuestros propios ámbitos de la vida.

¿Qué sienten Ustedes cuando vienen a este santuario? El amor, el cariño, la comprensión. Santa María de Guadalupe se hace presente de una forma increíble, dándonos cercanía y ternura para lanzarnos al cumplimiento de lo que su Hijo quiere. Para ayudarnos a tener confianza de que, a partir de la fe, podremos generar una sociedad distinta, que camine hacia la fraternidad. Pidámoslo así a María y a Cristo en esta Eucaristía, con mucho fervor, con mucha confianza, con mucha esperanza. ¡Que así sea!

+Carlos Cardenal Aguiar Retes

Arzobispo Primado de México