Homilía Card. Aguiar: La causa de nuestra alegría en Navidad
"Agradezcamos a San José y a su esposa María por su colaboración sincera y obediente al plan de Dios".
“¡Qué hermoso es ver correr sobre los montes al mensajero que anuncia la paz, al mensajero que trae la buena nueva, que pregona la salvación, que dice a Sión: “Tu Dios es rey!”
Durante el Adviento hemos reflexionado sobre la figura de Juan Bautista, de quien dijo Jesús que no había una persona más grande que él. La alegría del Profeta Isaías exclamando: “¡Qué hermoso es ver correr sobre los montes al mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la salvación, que dice a Sión: “Tu Dios es rey!”, transmite una enorme esperanza: saber que la Buena Nueva está llegando. Ahora nosotros identificamos que dicho anuncio del Profeta, se concretó en Juan Bautista, quien señaló la llegada del Mesías, y lo manifestó solemnemente en el bautismo de Jesús, portador de la presencia de Dios en medio de nosotros.
Tanto el profeta Isaías como el mismo Juan Bautista, se quedaron cortos en sus proclamaciones, porque jamás imaginaron que el Mesías, mensajero del Padre, fuera a ser el mismísimo Hijo de Dios, asumiendo la carne mortal del ser humano para manifestar el inmenso amor, que Dios tiene por su criatura predilecta el hombre.
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La Buena Nueva, que en griego se dice Evangelio, fue preparada durante siglos como lo afirma la segunda lectura de hoy: “En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres, por boca de los profetas. Ahora, en estos tiempos, nos ha hablado por medio de su Hijo”.
La misma obra creadora, que no deja de sorprender al hombre, descubriendo lentamente la compleja relación del Universo para generar la Tierra, nuestra Casa Común, creada para desarrollarse, sostenerse y mantenerse así misma, sin ninguna intervención de la creatura, fue la primera manera de hacerse presente Dios con la humanidad, por espacio de muchos siglos.
Solamente hacia el siglo V antes de Cristo, el ser humano entre tumbos y hierros, entre reflexiones compartidas y consideraciones de las relaciones humanas, inició el proceso de reconocer que la Creación en sí misma es la primera mensajera que manifiesta la existencia de un solo Dios. De esto da cuenta el Libro del Génesis en los primeros capítulos, fruto de la reflexión de los hombres creyentes y humildes, investigadores y estudiosos de esos siglos previos al nacimiento de Cristo.
La obra creadora debería haber sido y ser siempre el camino universal para descubrir a Dios. Como bien lo confiesa San Agustín en su búsqueda de Dios: “Pregunté a la tierra y me dijo: ‘No soy yo’; y todas las cosas que hay en ella me confesaron lo mismo. Pregunté al mar y a los abismos y a los reptiles de alma viva, y me respondieron: ‘No somos tu Dios; búscale sobre nosotros’. Interrogué a los vientos que soplan y el aire todo, con sus moradores, me dijo: ‘Se engaña Anaxímenes: yo no soy tu Dios’. Pregunté al cielo, al sol, a la luna y a las estrellas. ‘Tampoco somos nosotros el Dios que buscas’, me respondieron. Dije entonces a todas las cosas que están fuera de las puertas de mi carne: Decidme algo de mi Dios, ya que vosotras no lo sois; decidme algo de él’. Y exclamaron todas con grande voz: Él nos ha hecho”.
La Creación y todas sus creaturas con su armónica función es el más contundente testimonio del Dios Creador, ellas son la luz que refleja su existencia. Sin embargo como afirma San Juan hoy en el Evangelio: “Aquel que es la Palabra era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba; el mundo había sido hecho por él y, sin embargo, el mundo no lo conoció”.
Aquí tenemos el motivo del por qué Dios Padre decidió la Encarnación de su Hijo, mostrar, hasta el extremo de la muerte en cruz, el infinito amor misericordioso, que tiene por su creatura predilecta, el ser humano. Por eso, el eje de todas las celebraciones litúrgicas se centra en la Navidad y la Semana Santa; expresando así que la Encarnación del Hijo tiene la finalidad de la Redención del hombre.
Una y otra vez, durante todo el año, la Iglesia recuerda estos dos misterios que están estrechamente unidos: la Encarnación y la Redención con la esperanza de atraer a todos y cada uno para conducirnos a la vida eterna, donde participaremos de la misma naturaleza de Dios Trinidad.
Por eso a pesar de la necia resistencia del ser humano para aceptar el inconcebible y maravilloso destino para el que fuimos creados, Dios Padre envió a su Hijo como afirma el apóstol San Juan: “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron; pero a todos los que lo recibieron les concedió poder llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, los cuales no nacieron de la sangre, ni del deseo de la carne, ni por voluntad del hombre, sino que nacieron de Dios. Y aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros”.
En Cristo hemos ido conociendo y develando el misterio del verdadero Dios, por quien se vive, que perdona y levanta, que reconcilia y da vida. Por eso afirma la carta a los Hebreos: “El Hijo es el resplandor de la gloria de Dios, la imagen fiel de su ser y el sostén de todas las cosas con su palabra poderosa. Él mismo, después de efectuar la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la majestad de Dios”; lo que de manera contundente expresa San Juan en el Evangelio: “la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha revelado”.
Ésta es la inmensa causa de nuestra alegría, que se enciende y alimenta con la Navidad; no es simplemente una memoria del pasado que recordamos, es una realidad que vivimos, quienes, como discípulos de Jesucristo, hemos puesto nuestra voluntad al servicio de la Evangelización. Por eso los cristianos cantamos con gran emoción: ¡Gloria Dios en el Cielo y Paz en la Tierra a los hombres de Buena Voluntad!
Agradezcamos a San José y a su esposa María, Nuestra Madre, quienes, con su colaboración sincera y obediente al plan de Dios, hicieron realidad la gracia más grande que ha recibido la humanidad: conocer el misterio del verdadero y único Dios Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, cuya naturaleza es el Amor en plenitud.
Por eso con toda confianza dirijamos nuestra plegaria a Nuestra Madre, para que nos aliente y nos conforte en las situaciones y dificultades que hemos afrontado a través de este año 2020, y pidámosle interceda con su Hijo Jesucristo para que tengamos un buen año 2021:
Señora y Madre nuestra, María de Guadalupe, consuelo de los afligidos, abraza a todos tus hijos atribulados, ayúdanos a expresar nuestra solidaridad de forma creativa para hacer frente a las consecuencias de esta pandemia mundial, haznos valientes para acometer los cambios que se necesitan en busca del bien común.
Acrecienta en el mundo el sentido de pertenencia a una única y gran familia, tomando conciencia del vínculo que nos une a todos, para que, con un espíritu fraterno y solidario, salgamos en ayuda de las numerosas formas de pobreza y situaciones de miseria.
Anima la firmeza en la fe, la perseverancia en el servicio, y la constancia en la oración.
Nos encomendamos a Ti, que siempre has acompañado nuestro camino como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen, María de Guadalupe! Amén.