Cine: Las tortugas también vuelan
“Hoy deben aprender a pelear” Antonio Rodríguez Se llama Henvog, y es un niño que perdió ambos brazos en la guerra; ha despertado desencajado, con lágrimas en los ojos: en su sueño, un bebé y una joven parecen estar atrapados en el fondo del lago, y él no puede ayudarles a salir. Henvog corre desesperado, […]
“Hoy deben aprender a pelear”
Antonio Rodríguez
Se llama Henvog, y es un niño que perdió ambos brazos en la guerra; ha despertado desencajado, con lágrimas en los ojos: en su sueño, un bebé y una joven parecen estar atrapados en el fondo del lago, y él no puede ayudarles a salir. Henvog corre desesperado, tiene miedo de que su sueño se convierta en realidad, y así, con lágrimas en los ojos, corre por la carretera desolada, flanqueada por refugios destruidos, y en la que de vez en cuando asoman algunos tanques militares.
La joven con la que sueña es Agrin, su hermana, quien a su corta edad ya es madre. Ambos son huérfanos a causa de la guerra en la que se encuentra Irán. Viven en un campo de refugiados en donde muchos niños también han perdido a sus padres o sufren algún tipo de mutilación física. El señor Satélite –quien debido a su inteligencia se ha ganado ese apodo– es amigo de ambos y líder de los niños refugiados. El único trabajo que hay para ellos es la desactivación de minas enterradas, todos deben trabajar, y a quienes les faltan las manos, hacen el trabajo con la boca.
La guerra se aproxima, y lo único que escuchan son rumores. Por eso la gente más anciana le encarga al señor Satélite que les consiga una antena parabólica para poder ver las noticias mundiales, ya que los medios de su país no tocan el tema. El tiempo apremia: la horda de soldados norteamericanos está por llegar.
Las tortugas también vuelan habla sobre una realidad descarnada y sin concesiones, y no porque busque ser lo más realista posible, sino porque no esconde nada: expone lo que hay. Los niños actores que ahí aparecen no son profesionales, de hecho, son pobladores de Irán que han vivido en carne propia la guerra. El director Bahman Ghobadi tiene el atino de mostrarnos a un grupo de desvalidos con dignidad y respeto.
El cine –como cualquier concepción artística– debe ser directo, sin miramientos, como una cubetada de agua fría, sin importar el tema del que hable. Como dijo Bertolt Brecht, poeta alemán: “El arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma”. El arte es martillar la vida misma. El arte ataca los sentidos y las sensaciones, aquello que percibimos directo con el corazón.
¿Es posible huir del infierno? ¿Y qué sucede si ese infierno es nuestro hogar, y no concebimos otra realidad más allá de la que vislumbramos? ¿Y si lo único que nos queda es resignarnos a permanecer ahí, ante la frustración de la respuesta silente de nuestro Dios? ¿Es válido salir de ese infierno a como dé lugar? Escapar de un escenario sin vida, de cielos grises, pisos enlodados y sobrantes de tanques y metralla, es como si una tortuga quisiera escapar de su caparazón, o la desgarradora alegoría de una jovencita que carga en la espalda a su hijo.