¿Es congruente ser cristiano y vivir deprimido?

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Cine: El cielo abierto

“Si ahora no cambiamos, ¿cuándo?”   Antonio Rodríguez En las iglesias y las pequeñas parroquias, en las bodegas que sirven como centros de reuniones, también en la explanada afuera de la Catedral, allí, en esos lugares, toda la gente, con el puño derecho en alto y los ojos llenos de lágrimas, hacen oración por tres […]

“Si ahora no cambiamos, ¿cuándo?”

 

Antonio Rodríguez

En las iglesias y las pequeñas parroquias, en las bodegas que sirven como centros de reuniones, también en la explanada afuera de la Catedral, allí, en esos lugares, toda la gente, con el puño derecho en alto y los ojos llenos de lágrimas, hacen oración por tres fallecidos. Oración y protesta. Cuando las puertas de la Catedral se abren, se asoma el féretro de uno de los asesinados, y la gente rompe en aplausos. Se trata del ataúd del padre Rutilio, quien ha muerto acribillado por elementos de seguridad al servicio del gobierno. La gente lo sabe, el Arzobispo lo sabe.

Se ha consumado un crimen de Estado. Ahora, un ministro religioso celebra una Misa; es de cabello cano y usa gafas de armazón negro. Tiene poco de haber sido elegido Arzobispo Metropolitano de San Salvador. La comunidad presente en Misa no sabe qué esperar de él, tal vez un sermón más, tal vez una explicación de la lectura bíblica y quizás algunas palabras de aliento. Sorprendentemente, los feligreses reciben a cambio un discurso de Mons. Oscar Arnulfo Romero: “¿De quién soy pastor yo? –dice– ¿De un pueblo que sufre, o de un pueblo que oprime?… Mi misión no es defender a los poderosos, es defender a los oprimidos”. El Arzobispo había callado por mucho tiempo, pero tras el asesinato del padre Rutilio, habló, y la gente del pueblo dejó de sentirse sola.

Entre 1970 y 1980, la dictadura salvadoreña había tomado una fuerza descomunal, la distinción de clases era notoria, los campesinos eran utilizados como esclavos, la clase poderosa usaba a los más desfavorecidos como bestias de carga, alimentándolos con algunas tortillas y frijoles inservibles, lo cual provocaba enfermedades y miseria en la población. Es entonces que un grupo de sacerdotes decide no solamente predicar el Evangelio, sino enseñarles a leer, pero sobre todo, a defender sus derechos.

Rigor, consistencia y audacia, son los calificativos que se le han otorgado a la cinematografía de Everardo Gonzales, y no es para menos: sus trabajos siempre han gozado de ojo clínico y valentía; no por nada se le tiene considerado como el mejor documentalista mexicano. A lo largo de su trabajo como cineasta, siempre se ha enfocado en situaciones desfavorables: gente avasallada por una maquinara represora, como puede verse en El cielo abierto, o en su más reciente trabajo La libertad del diablo.

Everardo Gonzales entiende que no puede leerse la vida de monseñor Romero en solitario, así que muestra un matiz evolutivo de su personalidad. Las personas que hablan en el documental dejan en claro esa transformación del Arzobispo, pues, para sorpresa de ellas mismas, finalmente encontraron en él un estandarte de todo el pueblo salvadoreño.  

Es impresionante la manera en que Everardo Gonzales, en El cielo abierto –un trabajo repleto de imágenes de archivo–, narra toda la historia de la represión salvadoreña; parece haber sido filmado para la posteridad por todo su contenido: discurso y las homilías de monseñor Romero, fotos de su fatídico asesinato –también a manos del gobierno–, frases cautivantes, imágenes y sonidos. Con todo eso que registra la pantalla, uno entiende que el santo no nace, se hace.