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Manzanas y libros

Al reformador de la Trapa no le gustaba que sus monjes estudiaran demasiado.¿Acaso el haber leído a Platón les iba a servir de mucho en el día del Juicio?

25 noviembre, 2020
Manzanas y libros
Pbro. Juan Jesús Priego

A Rancé, el reformador de la Trapa en Francia, según nos cuenta Châteaubriand en la Vida que escribió de él, no le gustaba la idea de que sus monjes estudiaran demasiado. ¿Para qué? ¿De qué servían las ciencias de este mundo? ¿Acaso el haber leído a Platón o a Horacio les iba a servir de mucho en el día del Juicio? “Se alaba a San Benito –se lamentaba en el prefacio de una de sus obras- porque hacía muy buenos versos. ¡Qué alabanza para un monje! ¡Qué prenda para un solitario la de ser poeta! Lupo, abate de Perrières, hace mal en rogar a Benedicto III que le envíe el libro del Orador de Cicerón, los Doce libros de Quintiliano y el comentario de Donato sobre Terencio. ¿No hubiera hecho mejor en gemir allá, en el fondo de su claustro, sobre sus propios pecados como sobre los del mundo, y en sostener a sus hermanos que, en aquel siglo de hierro, tenían necesidad de ser socorridos y consolados?”.

Rancé, pese a ser un hombre cultísimo –a los doce años de edad sabía ya hablar y escribir en latín y en griego- no se hacía muchas ilusiones con respecto a los monjes cultos: la sabiduría de este mundo –pensaba- no podía servir más que para envanecerlos y perderlos.

Él prefería con mucho que éstos se quedaran en sus celdas llorando sus pecados más que verlos discutir o comentar a los poetas. ¿De qué sirve la poesía cuando de lo que se trata es de salvarse? ¿Y qué puede agregar Aristóteles a los dichos límpidos y seguros de Jesús?
Sin embargo, Rancé tuvo opositores, y uno de ellos fue el padre Mabillón, monje él también, que hasta escribió un Tratado sobre los estudios monásticos para refutarlo, cosa que, por lo demás, hizo con verdadera dulzura y caridad cristianas:

“Muy distante estoy –decía en esta obra el padre Mabillón dirigiéndose a su adversario- de desaprobar la conducta que observáis con vuestros religiosos respecto a los estudios; pero si los creéis bastante fuertes para no necesitar de ellos, no quitéis a los demás un sostén del que tienen necesidad. Si consideráis oportuno replicar a estas reflexiones, os ruego que veáis mi pensamiento como yo he querido ver el vuestro; pero, por Dios, no salgamos de este terreno en los términos de nuestra contestación. Espero que Dios me hará la merced de no entrar nunca en estas especies de pormenores; sean cuales fueren las cosas que me digan y que yo pueda llegar a saber, jamás haré de ellas otro uso que el de sacrificarlas a la paz y a la caridad cristiana… Os ruego que consideréis bien que no pretendo hacer de nuestros monasterios puras academias de ciencias. Puesto que ni el grande apóstol se gloriaba de no tener otra más que la de Jesucristo crucificado, tampoco nosotros debemos tener otro objeto en nuestros estudios: es verdad, y San Pablo lo ha dicho, que la ciencia sin la caridad envanece, pero es seguro también que, con el auxilio de la gracia, nada es más a propósito para conducirnos a la humildad, porque nada nos hace conocer mejor nuestra vanidad, nuestra corrupción y nuestras miserias… Escribid, pues, si queréis, contra el abuso que puede hacerse del estudio y del saber, pero tratad bien al mismo tiempo a ambos, pues son buenos en sí mismos, y de ellos puede hacerse muy buen uso en las comunidades religiosas. La caridad es la que, uniendo los trabajos de los unos con el estudio de los otros, por medio de la intimidad de sus corazones, hace que los que estudian participen del mérito del trabajo de sus hermanos y que los que trabajan se aprovechen de las luces de los que estudian. Deseo con todo mi corazón que éste sea, para unos y para otros, nuestro común patrimonio… Perdonadme, reverendo padre, si he hablado con demasiada libertad, pero estad persuadido de que no lo he hecho con el menor intento de ofenderos; sin embargo, si con esto me he engañado, también os suplico que me lo perdonéis”…

Para Rancé lo mejor que podía hacer un monje era irse al rincón más oscuro de su celda para llorar y lamentarse; el padre Mabillón, por el contrario, le aconsejaba ir también a la biblioteca, si esto lo hacía más fuerte contra las tentaciones, y también si su gusto le llevaba allá. No todos están dotados para el estudio: ¿por qué, pues, desaprovechar los talentos de los que sí lo están? La caridad no exige que todos seamos iguales;  pide, en cambio, que cada uno se aproveche de los trabajos de los demás para la edificación y el progreso espiritual de todos. No se trata de que unos se sientan superiores por los talentos que han recibido: se trata, como dice el Evangelio, de que comercie con ellos y, con las ganancias obtenidas, enriquezca a sus hermanos. Que el erudito coma las manzanas que cosechó el labrador, y que el labrador se nutra de las máximas y las sentencias que el erudito ha cosechado de los libros…

Tanto las manzanas como los libros son necesarios en un monasterio. “Por lo tanto –aconseja el padre Mabillón-, escribamos y compongamos cuanto queramos y trabajemos por los demás. Si no estamos penetrados de estos sentimientos trabajaremos en vano y no sacaremos de nuestro trabajo más que una funesta condenación. Todo pasa, excepto la caridad”.



Y me preguntará los lectores: “¿Por qué ha escrito usted hoy un artículo sobre esta vieja disputa que apenas nos interesa?”. Por una simple razón: la de que esta vieja disputa no está aún zanjada. En efecto, hoy sigue habiendo cristianos fervientes que, como Rancé, no ven en las letras profanas ninguna utilidad y quieren imponer a los demás esa ignorancia que, dicen, es la forma más acendrada de la humildad. Yo, en cambio, que no soy tan fuerte, creo necesitar de estas pobres letras humanas para conocerme un poco más a mí mismo.

La caridad no exige al labrador que se meta día y noche a una biblioteca si esto no le va ni le conviene; tampoco exige al estudioso que se ponga a desmontar un campo que otro podría labrar mejor que él. Pero exige a ambos que se amen y pongan en común lo que con su esfuerzo han conquistado. Sólo eso, que no es poco.

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

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