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El misterio del ser

14 junio, 2021
Conozco a una mujer, ya nada joven, que parece haber nacido para dar. Dio a luz a cinco hijos, y todos se han marchado a hacer su vida muy lejos de ella. Dio, como aquella viuda de la que habla el evangelio, todo lo que tenía para vivir –los pocos años de que podía disponer- y ahora está sola porque su marido la ha abandonado para irse en pos de quién sabe qué aventura romántica y del todo extemporánea. ¿Cómo recomenzar cuando los años han pasado? ¿Cómo empezar a vivir de nuevo? Me dijo un día: -¿Quién podrá devolverme los años que perdí? ¡Cuarenta! Y ahora estoy como cuando era una muchacha: con las manos vacías. Pero hay una diferencia entre entonces y ahora, y es que antes era joven, en tanto que ahora ya no lo soy… No, ya no lo era: sus manos estaban arrugadas y su rostro envejecido. En efecto, ¿quién podría devolverle lo que dio? ¿Quién podría hacer que tuviera nuevamente veinte años, dieciocho años para hacer las cosas de otra manera? Lo había dado todo y ahora se sentía defraudada, perdida.  Nunca hubo para ella un ramo de rosas, una felicitación o una palabra cálida, salida del corazón. Sus hijos, por lo que he llegado a saber, le hablaban siempre gritándole, y su marido, al hablarle, no bajaba la voz. Durante años se levantó a las cinco de la mañana para que a las siete, cuando el esposo se sentaba a la mesa como un pequeño emperador, todo estuviera listo: los platos, los vasos, las jarras y el café… Cada que la veo, me da la impresión de que a esta mujer le faltaron palabras y está sedienta de ellas. ¿Por qué nadie le dijo que la quería? ¡Hubiera sido tan fácil decírselo por lo menos una vez! Pero nadie se tomó el trabajo de pronunciar las palabras mágicas. De haberlas escuchado, estas palabras serían hoy para ella, en el asilo, tema de constante meditación, ocasiones para dedicarse al ejercicio del recuerdo, pero tales materiales no existen, y si algo ha quedado fijo en su memoria es sólo el tono de unas voces tal vez demasiado ásperas. Se ha dicho a menudo –yo lo he oído centenares de veces- que amar es sobre todo dar, no recibir. Lo dijo también Erich Fromm (1900-1980) en El arte de amar. Pero yo no estoy de acuerdo. ¡El que da, también querría recibir, y tiene derecho a ello! Claro, ¿por qué no? ¿Es que los humanos estamos hechos de piedra? Leo lo siguiente en un hermoso libro de Julius Tyciak (1903-1973), el eminente teólogo alemán: “Si en Dios existiera sólo una persona –y no tres, como creemos los cristianos-, en ese caso sería el eternamente silencioso, el inasequible, el inefable. Ahora bien, en la intimidad de Dios se produce un admirable movimiento vital, que consiste en dar y recibir, en ocultar y manifestar. La Palabra, oculta en el seno del Padre, cobra su expresión en el Hijo desde toda la eternidad. La divinidad del Padre ha roto en el Hijo su eterno silencio” (La vida sacramental). Si Dios no fuera Trinidad, ¡qué silencioso sería! Pero Él ha pronunciado una Palabra, que es su Hijo, el Verbo de verdad, y de este modo ha roto el silencio. No hay ya un mutismo divino. Dios no es un Dios abstraído, callado y solitario, sino un Dios que es comunidad de Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Dice un popular manual de formación cristiana: “Creer en la Trinidad es creer en la comunión de los hombres. Hecho a imagen y  semejanza de Dios, el hombre se realiza en la medida que se relaciona, se libera cuando se  abre, se estimula cuando se comunica, se llena cuando se entrega.. Estamos hechos, siguiendo el modelo  trinitario, para el diálogo, el amor y la unión de todos en Dios… Por eso, la Trinidad no es tanto un dogma para estudiar, sino un misterio para vivir y una realidad a la cual tender. Estamos llamados para sumergirnos dentro del dinamismo  trinitario: ahora imperfectamente, algún día en su plenitud”… Si, como dice Tyciak, en el seno de la intimidad divina se da y se recibe a la vez, el hombre, hecho a imagen de Dios, también tiene que dar y recibir: dar al mismo tiempo que recibe, y recibir en respuesta de lo que dio. No una cosa sin la otra, sino ambas cosas a la vez, en un intercambio incesante. ¿Quién ha dicho que el hombre esté en el mundo únicamente para ofrecer y nunca para tomar? Si sólo hace lo primero y nunca lo segundo, entonces, al final, desfallece de cansancio. En el plan de Dios está que recibamos a la vez que ofrecemos, y que demos al mismo tiempo que recibimos. Contemplo a mi amiga sentada en un sillón de largos brazos; ha guardado ya su rosario en el bolsillo de su mandil, pero su mirada sigue en otra parte. Y me digo yo a mí mismo que su tristeza es legítima; que, en su caso, se trata incluso de una tristeza justa, como la de Jesús en el Huerto, cuando se sintió solo, todos se fueron de su lado y tuvo que venir un ángel del cielo para consolarlo. El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí. Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

Conozco a una mujer, ya nada joven, que parece haber nacido para dar. Dio a luz a cinco hijos, y todos se han marchado a hacer su vida muy lejos de ella. Dio, como aquella viuda de la que habla el evangelio, todo lo que tenía para vivir –los pocos años de que podía disponer- y ahora está sola porque su marido la ha abandonado para irse en pos de quién sabe qué aventura romántica y del todo extemporánea. ¿Cómo recomenzar cuando los años han pasado? ¿Cómo empezar a vivir de nuevo? Me dijo un día:

-¿Quién podrá devolverme los años que perdí? ¡Cuarenta! Y ahora estoy como cuando era una muchacha: con las manos vacías. Pero hay una diferencia entre entonces y ahora, y es que antes era joven, en tanto que ahora ya no lo soy…

No, ya no lo era: sus manos estaban arrugadas y su rostro envejecido. En efecto, ¿quién podría devolverle lo que dio? ¿Quién podría hacer que tuviera nuevamente veinte años, dieciocho años para hacer las cosas de otra manera? Lo había dado todo y ahora se sentía defraudada, perdida.  Nunca hubo para ella un ramo de rosas, una felicitación o una palabra cálida, salida del corazón. Sus hijos, por lo que he llegado a saber, le hablaban siempre gritándole, y su marido, al hablarle, no bajaba la voz. Durante años se levantó a las cinco de la mañana para que a las siete, cuando el esposo se sentaba a la mesa como un pequeño emperador, todo estuviera listo: los platos, los vasos, las jarras y el café…

Cada que la veo, me da la impresión de que a esta mujer le faltaron palabras y está sedienta de ellas. ¿Por qué nadie le dijo que la quería? ¡Hubiera sido tan fácil decírselo por lo menos una vez! Pero nadie se tomó el trabajo de pronunciar las palabras mágicas. De haberlas escuchado, estas palabras serían hoy para ella, en el asilo, tema de constante meditación, ocasiones para dedicarse al ejercicio del recuerdo, pero tales materiales no existen, y si algo ha quedado fijo en su memoria es sólo el tono de unas voces tal vez demasiado ásperas.

Se ha dicho a menudo –yo lo he oído centenares de veces- que amar es sobre todo dar, no recibir. Lo dijo también Erich Fromm (1900-1980) en El arte de amar. Pero yo no estoy de acuerdo. ¡El que da, también querría recibir, y tiene derecho a ello! Claro, ¿por qué no? ¿Es que los humanos estamos hechos de piedra? Leo lo siguiente en un hermoso libro de Julius Tyciak (1903-1973), el eminente teólogo alemán: “Si en Dios existiera sólo una persona –y no tres, como creemos los cristianos-, en ese caso sería el eternamente silencioso, el inasequible, el inefable. Ahora bien, en la intimidad de Dios se produce un admirable movimiento vital, que consiste en dar y recibir, en ocultar y manifestar. La Palabra, oculta en el seno del Padre, cobra su expresión en el Hijo desde toda la eternidad. La divinidad del Padre ha roto en el Hijo su eterno silencio” (La vida sacramental).

Si Dios no fuera Trinidad, ¡qué silencioso sería! Pero Él ha pronunciado una Palabra, que es su Hijo, el Verbo de verdad, y de este modo ha roto el silencio. No hay ya un mutismo divino. Dios no es un Dios abstraído, callado y solitario, sino un Dios que es comunidad de Personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.



Dice un popular manual de formación cristiana: “Creer en la Trinidad es creer en la comunión de los hombres. Hecho a imagen y  semejanza de Dios, el hombre se realiza en la medida que se relaciona, se libera cuando se  abre, se estimula cuando se comunica, se llena cuando se entrega.. Estamos hechos, siguiendo el modelo  trinitario, para el diálogo, el amor y la unión de todos en Dios… Por eso, la Trinidad no es tanto un dogma para estudiar, sino un misterio para vivir y una realidad a la cual tender. Estamos llamados para sumergirnos dentro del dinamismo  trinitario: ahora imperfectamente, algún día en su plenitud”…

Si, como dice Tyciak, en el seno de la intimidad divina se da y se recibe a la vez, el hombre, hecho a imagen de Dios, también tiene que dar y recibir: dar al mismo tiempo que recibe, y recibir en respuesta de lo que dio. No una cosa sin la otra, sino ambas cosas a la vez, en un intercambio incesante. ¿Quién ha dicho que el hombre esté en el mundo únicamente para ofrecer y nunca para tomar? Si sólo hace lo primero y nunca lo segundo, entonces, al final, desfallece de cansancio. En el plan de Dios está que recibamos a la vez que ofrecemos, y que demos al mismo tiempo que recibimos.

Contemplo a mi amiga sentada en un sillón de largos brazos; ha guardado ya su rosario en el bolsillo de su mandil, pero su mirada sigue en otra parte. Y me digo yo a mí mismo que su tristeza es legítima; que, en su caso, se trata incluso de una tristeza justa, como la de Jesús en el Huerto, cuando se sintió solo, todos se fueron de su lado y tuvo que venir un ángel del cielo para consolarlo.

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.





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