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Homilía pronunciada por el Card. Rivera en la Catedral de México

  • 24 de septiembre del 2017, XXV Domingo del Tiempo Ordinario.

 

La liturgia refleja lo que nosotros creemos: en el Evangelio, en Jesucristo, se da la plenitud de la revelación. La primera lectura de hoy en forma solemne y pedagógica ha preparado nuestra mente y nuestro corazón para comprender las palabras de Jesús. De hecho, la narración evangélica nos ha demostrado que nuestros pensamientos, no son los pensamientos de Dios, ni nuestros caminos son los caminos del Señor.

Las imágenes de la vida cotidiana que Jesús nos ha dibujado en el evangelio son absolutamente familiares a los contemporáneos de Cristo. Es el tiempo de la cosecha y es necesaria mucha mano de obra; el propietario de un gran viñedo sale a la plaza, con la certeza de encontrar trabajadores desocupados. La primera contratación la hace muy de mañana; la última, una hora antes del término de la jornada laboral. Con los primeros pacta la paga de un denario, el salario habitual por un día de trabajo; con los demás, “lo justo”, es decir la proporción de las horas trabajadas. La gran sorpresa es que los últimos reciben también un denario, igual que los primeros. Estos se inconforman y envían un delegado a protestar. El patrón se justifica diciendo: “amigo, yo no te hago ninguna injusticia. ¿Acaso no quedamos en que te pagaría un denario? Toma, pues, lo tuyo y vete. Yo quiero darle al que llegó al último lo mismo que a ti. ¿Qué no puedo hacer con lo mío lo que yo quiero? ¿O vas a tenerme rencor porque yo soy bueno?.

El centro del mensaje es que nuestros pensamientos no son los pensamientos de Dios. El pensamiento de Dios se refleja en el actuar del patrón que a todos nos desconcierta y quizá hasta nos escandaliza: ¿Cómo Dios da lo mismo al que trabaja en su viña desde los primeros años que al que llega en sus últimos días? La respuesta es “Porque yo soy bueno”.

Qué bueno que seamos muy sensibles a un reparto equitativo de derechos y deberes, de cargas y beneficios a nivel social, económico. Las exigencias de la justicia son la base de un cristianismo mejor. Pero, sin quitar un ápice a la virtud de la justicia, debemos descubrir que hay otro plano superior: el amor misericordioso. Porque ¡Pobres de nosotros, si Dios nos tratara en términos de estricta justicia! ¡Felices de nosotros, porque Dios nos trata en términos de amor misericordioso!



En la parábola de Jesús es clara la invitación a que todos vayamos a trabajar en la viña del Señor, es decir a colaborar con Dios en el anuncio del Evangelio, con el cual se construye una sociedad más humana y más justa, y con el cual se alcanza el Reino de Dios en su versión celestial. Cada uno ha de responder a esa invitación de Dios en el momento y en las circunstancias en que descubra el llamado divino. Algunos lo descubren desde los primeros años, porque tienen la fortuna de unos padres que saben transmitir la voz de Dios; otros quizá lo descubren en el colegio, en la catequesis parroquial, con motivo de algún retiro, en algún acontecimiento importante es no hacerse sordos y quedarse con los brazos cruzados al sentir la llamada de Dios que nos dice: “Vengan también ustedes a mi viña y les pagaré lo que sea justo”. Nuestra gran sorpresa será que Dios no sólo es justo, sino que nos dará infinitamente más de lo que merecemos por nuestros trabajos. En realidad, el cielo es misteriosamente al mismo tiempo salario justo y regalo generoso.

El pensamiento de nosotros los hombres es muy distinto al pensamiento de Dios: en la parábola se expresa en la protesta y en la murmuración de los que fueron contratados primero. De esta manera Jesús hace alusión a los que murmuraban y se escandalizaban porque Él convivía con los publicanos y pecadores: “Bienaventurado el que no se escandaliza de mí”. Con frecuencia nosotros somos envidiosos de la bondad de Dios y la quisiéramos sólo para nosotros, escandalizándonos de que Dios se muestre generoso con quien, según nosotros, no lo merece.

La actitud de Jesús de salir en busca de los publicanos y pecadores inspiró a la primitiva iglesia para salir en busca de los paganos e incircuncisos, que de pronto se convierten en herederos del Reino y miembros del pueblo elegido los que antes estaban lejos. Los Hechos de los Apóstoles nos muestran cómo no fue fácil para la primitiva comunidad judío-cristiana dar este paso. Hoy nuestra Iglesia Arquidiocesana esta en la Misión continental en la Misión permanente en la gran Misión y es consciente de que debe salir al encuentro de los más alejados del influjo del Evangelio, se encuentra con antiguas y nuevas dificultades, no le faltan las críticas de algunos y la indiferencia de muchos. Pero esta Iglesia diocesana sabe, que para ser fiel a su Señor, debe encontrar caminos para llegar a aquellos que por algún motivo no han sido invitados a trabajar en la viña del Señor.

La culpa de que estén alejados quizá no es toda de nosotros, pero no se trata de encontrar al culpable, sino de ver con claridad que los alejados tienen necesidad, igual que nosotros, de recibir el denario, que es el mismo Jesús, que es la vida eterna. En esta Eucaristía nos acercaremos a Jesús reconociendo humildemente que no somos dignos de recibirlo: “Señor, no soy digno de que vengas a mí”. Pero lo recibimos por la generosidad y bondad de Dios nuestro Padre que nos lo entrega para nuestra salvación y saldremos de aquí y llegaremos a nuestras casas llenos de alegría y agradecimiento porque hemos recibido nuestro “denario” que es el mismo Jesús en persona.





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