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Homilía pronunciada por el Sr. Cardenal Norberto Rivera Carrera

26 de Noviembre del 2017, Solemnidad de Cristo Rey. La Iglesia Universal, desde 1925, cierra el año litúrgico con una fiesta especial dedicada a Cristo Rey. Por supuesto que éste título de Cristo es un título bíblico y el mismo Jesús afirma: “Yo soy rey, yo para esto nací”. San Pablo esta realeza de Cristo […]

26 de Noviembre del 2017,

Solemnidad de Cristo Rey.

La Iglesia Universal, desde 1925, cierra el año litúrgico con una fiesta especial dedicada a Cristo Rey. Por supuesto que éste título de Cristo es un título bíblico y el mismo Jesús afirma: “Yo soy rey, yo para esto nací”. San Pablo esta realeza de Cristo nos la describe en la segunda lectura en forma muy sugerente: Nos presenta la reunificación de todo lo creado en torno a Cristo resucitado, evocando una imagen muy familiar a los antiguos, la del hijo de un rey que ha reconquistado un reino usurpado a su padre, sujetando enemigo tras enemigo se prepara para regresar el reino pacificado a su legítimo dueño que es su padre. Partiendo de estas imágenes es necesario entender bien la realeza de Cristo, sin confundirla con las realizaciones concretas de un régimen político o con una forma de estado, ni separarla tanto de la realidad histórica que resulte algo etéreo o demasiado espiritualista.

La Iglesia actual para entender bien el Reino de Cristo tiene que superar el integrismo tradicional, que quisiera la reconstrucción de una cristiandad al estilo medieval con alianza estrecha entre el poder temporal y el poder eclesiástico. También tiene que superar el radicalismo de las ideologías contemporáneas que esperan la realización del Reino justificando el socialismo o el capitalismo en nombre del evangelio y exigiendo ser socialista o capitalista en nombre de la fe.

Jesucristo, ungido por el Espíritu Santo, proclama en la plenitud de los tiempos la Buena Nueva diciendo: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en el Evangelio”. Este Reino inaugurado por Jesús nos revela primeramente al propio Dios como “un Padre amoroso y lleno de compasión”, que llama a todos los hombres y mujeres, a ingresar en él. La entrada en el Reino de Dios se realiza mediante la fe en la Palabra de Jesús, sellada por el bautismo, atestiguada en el seguimiento, en el compartir su vida, su muerte y resurrección. Esto exige una profunda conversión, una ruptura con toda forma de egoísmo en un mundo marcado por el pecado; es decir, una adhesión al anuncio de las bienaventuranzas. El misterio del Reino, escondido durante siglos y generaciones en Dios y presente en la vida y las palabras de Jesús, identificado con su persona, es don del Padre y consiste en la comunión, gratuitamente ofrecida, del ser humano con Dios, comenzando en esta vida y teniendo su plena realización en la eternidad.

Las cualidades del Reino de Dios están bellamente expuestas en el prefacio de la misa de hoy. Se trata de un “Reino de la verdad y de la vida”. El mismo Jesús, que se proclamó “El Camino” para ir al Padre, se definió como “La Verdad y la Vida”. Por lo tanto, todo lo que sea luchar contra la mentira, la falsedad, la hipocresía y la cultura de la muerte, es trabajar por el reinado de Jesús en nuestra sociedad. Cuánto nos conmueve y nos indigna ver la muerte, la prostitución y el maltrato de pequeños inocentes, y fácilmente somos tentados a proclamar la venganza individual o social pidiendo la pena de muerte, sabiendo que la venganza engendra más violencia, en lugar de decidirnos a ser heraldos de la vida, de la vida humana en primer lugar, pero también de la vida en todas sus expresiones, cuidando más nuestros animales, nuestras plantas, nuestra agua, nuestro aire y todo aquello que nos da vida. Cuánta complicidad encierra el seguir aplaudiendo los proyectos y programas contra la vida humana, cuánta complicidad pesará sobre nosotros si seguimos fomentando la difusión de la violencia. No nos asustemos de cosechar tempestades si estamos sembrando vientos.

Se trata de un Reino “de Santidad y de Gracia”. Ciertamente la sensibilidad de hoy no vibra con la idea de la Gracia y la Santidad, pero eso no quiere decir que debamos renunciar a proclamar y a esforzarnos por alcanzar el máximo nivel de realización humana, que es la dimensión divina. Ser Hijo de Dios, tener la vida divina, estar en gracia, sigue siendo el más grande ideal, el título mejor que podemos ostentar en nuestra tarjeta de identidad y en nuestra árbol genealógico. Los Evangelios nos relatan numerosos encuentros de Jesús con los hombres y mujeres de su tiempo y una característica común a todos estos episodios es la fuerza transformadora y la invitación expresa al cambio y a la conversión, cambio y conversión que nos llevan al Reino de Dios proclamado por Jesús, Reino de Santidad y de Gracia.

Se nos presenta también como un Reino “de Justicia, de Amor y de Paz”. “La Paz es obra de la Justicia”, reza un viejo refrán. Es decir, que sin justicia es imposible la paz. Pero, sin quitar un ápice a la necesidad de la justicia para obtener la paz, hay que enarbolar sobretodo la bandera del amor, si queremos vivir en armonía. Por eso Jesús, “El Príncipe de la Paz”, es “el profeta del amor”. Si queremos implantar entre nosotros el Reino de Cristo, trabajemos por alejar de nuestras fronteras toda clase de injusticia, de violencia y de odio. Para el súbdito del Reino de Cristo no vale el eslogan: “si quieres la paz, prepara la guerra”, sino el de “si quieres la paz, establece el amor y el desarrollo”, o sea, el amor traducido en obras que transformen y que dignifiquen al ser humano.
Si las características del Reino de Cristo aparecen claramente en el prefacio de hoy, resulta mucho más atractivo y fascinante escucharlas del Evangelio que hoy se ha proclamado. Cristo Rey nos enfrenta con una serie de realidades que antes se llamaban obras de misericordia y ahora se denominan derechos humanos. Jesús juzgará dignos súbditos de su Reino a los que se hayan preocupado por hacer efectivas en la tierra las exigencias básicas del hombre: el alimento, la vivienda, el vestido, la salud y la libertad. Aquí tenemos la declaración de los derechos humanos con veinte siglos de adelanto y sin ideologías. Pues bien, satisfacer esos derechos, especialmente entre los más necesitados y marginados, constituye el programa del Reino de Cristo. Vestir al desnudo, alimentar al hambriento, cobijar a los sin techo, sanar a los enfermos, liberar a los que de mil formas están encarcelados, es la manera de establecer el Reino de Cristo aquí en la tierra, es la mejor forma de honrar a Cristo Rey.