Vivir con lo sagrado

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Homilía pronunciada por el Card.  Rivera en la Catedral de México

1 de octubre del 2017, XXVI Domingo del Tiempo Ordinario.   El domingo pasado, a propósito de los trabajadores contratados a distintas horas y que todos reciben un denario, les comentaba cómo en realidad, el cielo es misteriosamente al mismo tiempo salario justo y regalo generoso, o dicho de otra manera, nuestra salvación es totalmente […]

1 de octubre del 2017, XXVI Domingo del Tiempo Ordinario.

 

El domingo pasado, a propósito de los trabajadores contratados a distintas horas y que todos reciben un denario, les comentaba cómo en realidad, el cielo es misteriosamente al mismo tiempo salario justo y regalo generoso, o dicho de otra manera, nuestra salvación es totalmente obra o don gratuito de Dios y al mismo tiempo también es fruto de nuestra colaboración y recompensa por nuestra respuesta libre al llamado del Señor. Las lecturas de este domingo, tratan especialmente este segundo tema, el tema de la responsabilidad personal en la obra de responsabilidad personal en la obra de la salvación, el tema de la respuesta a Dios nuestro Padre con palabras y con obras. San Agustín lo expresa maravillosa y sencillamente así: “Aquel que te creó sin ti, no te salvará sin ti». La prueba de esta libertad que el hombre tiene es su capacidad de convertirse del mal al bien, de pasar de la maldad a la bondad, y también al contrario, su capacidad de pervertirse, de pasar del bien al mal. Por su libertad el hombre no es esclavo de su fatalidad, nadie está atado irremediablemente al bien o al mal, nadie es esclavo de su pasado.

Hemos escuchado cómo el profeta Ezequiel quiere deshacer las ideas fatalistas que sus contemporáneos tienen del pecado y de la salvación. Los israelitas en el exilio murmuran y van diciendo: “Nuestros padres comieron uvas agraces y nosotros sufrimos la dentera”, es decir, nuestros padres pecaron y nosotros estamos sufriendo las consecuencias. El profeta se opone con gran fuerza este modo de pensar diciendo: “Dios no castiga a los hijos por las culpas de su padres, o a los padres por las culpas de sus hijos… Cuando el justo se aparta de su justicia, comete la maldad y muere; muere por la maldad que cometió. Cuando el pecador se arrepiente del mal que hizo y practica la rectitud y la justicia, él mismo salva su vida. Si recapacita y se aparta de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá.

Jesús ilustra esta misma verdad, a sus oyentes de hace dos mil años y a los que estamos en el tercer milenio, con la parábola de los dos hijos enviados por el padre a trabajar en su viña. Algunos judíos y en especial fariseos, esperaban que el Mesías viniera a confirmar el cómodo esquema: la salvación es para los que pertenecen al Pueblo escogido y no para los paganos o para aquellos pecadores públicos que se han apartado de las normas de nuestro pueblo. Para Jesús no basta ser hijo de Abraham, no es suficiente reclamar los privilegios de sangre o de pertenencia a instituciones o ritos: La salvación es una cuestión personal que se decide por la actitud que tomemos ante Dios y ante el anuncio del Evangelio de Cristo. Dios quiere que todos lo hombres se salven. Todos somos llamados a la salvación nadie está excluido, excepto el que no quiera responder. Dios puede hacer hijos de Abraham de las mismas piedras, es decir de los pecadores más insensibles. Por esto el publicano salió justificado del templo y no así el fariseo.

Jesús nos dice que proclamarse públicamente creyente, sin vivir con sinceridad el compromiso cristiano, es mentirle a Dios, como el hijo de la parábola, que le dice “sí” al padre, pero luego no va a trabajar a la viña. Actitud peor que la de quien dice que “no”, como el otro hijo, pero que sí va a trabajar a donde el padre lo ha enviado. No podemos mantener la hipocresía de vivir un divorcio entre fe y costumbres, entre teoría y practica: “No todo el que me dice ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de Dios, sino el que cumple la voluntad del Padre Celestial”.

Pero no nos engañemos creyendo que Jesús alaba sin más a los pecadores públicos, a los que vocean su ateísmo o su libertad de costumbres. Cuando asegura que las prostitutas y los publícanos llevan delantera a los creyentes no practicantes, se refiere a los pecadores arrepentidos, a los que hacen caso a la Palabra de Dios y cambian su vida. La descalificación de los fariseos y sacerdotes no les viene por creyentes, sino por no practicar lo que dicen que creen, y porque no se arrepienten de su hipocresía crónica. Jesús alaba a las mujeres públicas que, como la Magdalena y la pecadora de los siete demonios, se convierten en mujeres ejemplares. Jesús alaba a los publicanos que, como Mateo, lo dejan todo para seguirle, o como Zaqueo, que devuelve con creces todo lo robado, y da la mitad de sus bienes a los pobres. Estos son los hombres y mujeres públicos que alaba Jesús.

Cuánto mal ha causado en nuestra historia el divorcio entre fe y costumbres, entre teoría y práctica. Son muchos los documentos de la Iglesia que nos recuerdan y nos reprochan que una de las causas del ateísmo de mucha gente o de su alejamiento del influjo del evangelio se debe a que muchos de nosotros, los que nos profesamos cristianos, en lugar de reflejar a Dios con nuestro comportamiento lo ocultamos y lo deformamos. Ese mismo divorcio entre fe y vida, también lo practican aquellos que han reducido su religión a algo individualista e intimista, diciendo públicamente y a veces hasta con burla, que “no van”, y a escondidas o como en clandestinidad buscan a Dios y piden los auxilios y servicios de su Iglesia. El ideal cristiano no está ni en el hijo que dice “sí” y no va a trabajar, ni en el que dice “no” y va. El ideal es el hijo que dice “sí”, y va a la viña para cumplir la voluntad del Padre.

Dejémonos interpelar por la Palabra de Cristo para asumir nuestra propia responsabilidad y dejar de echar la culpa a los demás. Es cierto que el medio ambiente, la herencia que hemos recibido, las presiones sociales y muchas realidades nos pueden condicionar, pero recordemos que somos seres libres y que ningún fatalismo nos debe atar. Si nuestra vida pecadora o nuestra fe hipócrita, sin obras de justicia, nos tiene alejados del Reino de Dios, el Señor está esperando nuestro regreso. Si “el qué dirán” o los prejuicios sociales nos han atado a una “fe vergonzante» ya es hora de que vivamos nuestra libertad religiosa, porque la libertad religiosa depende más de nuestra actitud interior que de las leyes externas. Acerquémonos a Cristo modelo y prototipo del hombre libre y aprendamos de Él la verdadera libertad ante la ley, las tradiciones, las instituciones y ante las multitudes, porque: “El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado».