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Conociendo al Arzobispo Primado: La inigualable aventura del Seminario

Marilú Esponsa Sada En la primaria, a Carlos le bastaba una hora para hacer sus tareas. Pero en el Seminario no era igual; sin duda, había más exigencia, y le costó forjar el hábito. Los estudios se inclinaban mucho hacia las humanidades: Latín, Griego, Literatura, Oratoria, Retórica, Arte y Cultura, materias que se impartían bajo […]

Marilú Esponsa Sada

En la primaria, a Carlos le bastaba una hora para hacer sus tareas. Pero en el Seminario no era igual; sin duda, había más exigencia, y le costó forjar el hábito.

Los estudios se inclinaban mucho hacia las humanidades: Latín, Griego, Literatura, Oratoria, Retórica, Arte y Cultura, materias que se impartían bajo el método tradicional de educación, en el que la disciplina era la que ordenaba, y el Seminario se empeñaba por aumentarla. Los seminaristas vivían jornadas muy intensas, intercalaban una hora de estudio con una hora de clase, tanto en la mañana como en la tarde. Pasaban ocho horas seguidas dentro del aula.

Fue en este tiempo en que Carlos adquirió el gusto por leer libros, y poco a poco se fue haciendo de una amplia cultura general. Al paso de los años, llegó a leer una gran cantidad de obras clásicas: La Ilíada, la Odisea, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha; obras de Tolstoi, Dostoievski o Dickens. Le entretenía mucho leer también libros sobre humanidades, formación del carácter, psicología aplicada, etcétera.

–¡Es impresionante descubrir todo lo que puede haber en la tierra! –decía Carlos a su amigo y compañero en el Seminario, Manuel Olimón, mientras leía Viaje al centro de la tierra, de Julio Verne.

Siendo un apasionado de Los Miserables, de Víctor Hugo, su lectura continua le ayudó a profundizar en el dolor humano, además de adquirir una amplitud de lenguaje y la capacidad de relatar de forma espontánea. Cabe señalar que Carlos aprendió la literatura de forma práctica, sin estudiarla en un sentido formal.

Paco, su hermano, recuerda con terror cuando Carlos lo invitaba a sus campamentos durante las vacaciones con los demás seminaristas a un lugar llamado “El Monte”, una pequeña población llamada Rosa Blanca, a dos mil metros de altura en Ixtlán del Río, un sitio lleno de cucarachas, en el que debían dormir en un petate y bañarse con agua fría del río. Mientras todo esto era para los seminaristas motivo de alegría y diversión en sus vacaciones, Paco realmente lo sufría.

El Seminario era austero, pero prevalecía el buen espíritu y la buena amistad. En medio del estudio de Filosofía, Latín y Griego, Carlos prestaba servicios como enfermero, y llegó a ser bedel del Seminario, cargo que ocupaban las personas que destacaban por su conducta y su buen desempeño; él era serio, pero comprensivo, y los formadores del Seminario le tenían toda la confianza.

A Carlos le gustaba andar en motocicleta –había recibido una como regalo familiar–, motivo por el que le pedían que atendiera las Misas más difíciles; por ejemplo, iba todos los domingos a la Misa de las 04:30 horas en la Catedral, a la que asistían quienes abrían el mercado de Tepic. Así que su hora de salida cada domingo era a las 03:45 horas. A pesar de que tuvo algunos accidentes por falta de luz, y de que el frío de esa hora le ponía la nariz helada, siempre estuvo en punto para iniciar.

Ya vendrían para Carlos nuevas aventuras al llegar al Seminario de Montezuma –construido al norte de Nuevo México por el Episcopado Norteamericano durante la persecución religiosa en nuestro país–, un lugar que uno de los seminaristas veía como un castillo, en comparación con el Seminario de Tepic.  

Tomado del libro: Una Iglesia para soñar